LA CASA

No recuerdo bien cómo descubrí la casa, quizá durante un paseo en bici que sí recuerdo junto a mi amiga Inma y a mi amigo Eusebio, dos solitarios como yo.

Aquellos tres solitarios dimos pedales hasta la aldea del Cocón y supongo que fue allí donde hice mi descubrimiento. Supongo que aquello que vi despertó mi curiosidad al extremo de volver, esta vez sin bici y sin compañía, porque entre esa casa y yo había nacido algo. Y aunque entonces no lo sabía, ella me iba a hacer un gran regalo.

Se trataba de un caserón enorme que tenía delante un árbol seco, me parece. Enorme pero no precisamente sombrío. La fachada, pintada o encalada, era blanca. Me aventuré en en el interior para encontrar salones, dormitorios y una cocina con ventanas enmarcadas de madera verde. Una escalera conducía a un espacio grande que podía ser un granero, pero no lo recuerdo bien.

Acababa, sí, de encontrar un tesoro. El recinto no era de oro ni de plata como suele suceder en el cuento popular, sino de ladrillo. Pero era un tesoro.

Hoy me he dado cuenta de que lo que viví tantos años atrás tiene todo el parecido imaginable con la aventura del héroe del cuento maravilloso, ese joven que supera el miedo para iniciar un viaje lleno de peligros hacia un reino encantado que en realidad es una imagen simbólica del más allá. Leed el cuento Blancaflor, la hija del diablo y comprobaréis su semejanza con el mito que cuenta Apolonio de Rodas en Las argonauticas. En el cuento, Blancaflor es efectivamente la hija del diablo y ayuda a escapar al héroe. En el mito, Jasón de interna en los dominios del rey Eetes y su hija, Medea, le ayuda a escapar con el vellocino de oro.

Bruno Bettelheim escribió que en el cuento maravilloso el héroe que visita el castillo y consigue a la princesa que allí habita es una imagen del joven que alcanza lo que él llama la madurez psicosocial.

He reparado en todo esto hoy por primera vez, cuando he regresado a aquel paraje para buscar la casa. Y he reparado en que, como el héroe del cuento, también yo encontré allí a mi princesa, aquella mujer de ensueño cuya belleza incomprensible llevaba locos a todos los tíos de Aguilas. Y si considero además que fue a esa mujer de ensueño a la que entregué mi virginidad, quizá esto sea un ejemplo vivo de aquello que escribió Bruno Bettelheim, porque se podría decir que con ella alcance la madurez.

La casa no está ya donde la dejé. Picachos escarpados hacia el sur, éstos sí sombríos, es todo lo que he encontrado. Pero no la casa. Ella vive ahora sólo en el pozo profundo de mi memoria.

He contado la historia de la casa y de la dulce muchacha en un artículo anterior

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