Primer capítulo

I

EL DESFILADERO DE LAS CABRAS

 Voy a contaros una historia. Es una historia que tiene que ver con los ideales y creo que puede enseñar lo que sucede cuando uno decide seguir su propio camino.

Mi historia comienza en una mañana del mes de mayo, en un lugar de las montañas (un lugar que prefiero no revelaros), cuando me había ausentado de la Universidad para dirigirme a la coronación de un barranco vertical y liso como una espada, donde confiaba en hacer un gran descubrimiento. Tenía miedo, porque para hacer mi descubrimiento era condición imprescindible descolgarme con una cuerda pared abajo. Yo nunca había hecho eso y además la altura me daba alergia, pero no veía alternativa, ya que no tenía confianza en que el descubrimiento viniera a mí por su propia iniciativa. Estaba convencido de que un aventurero como es debido debía hacer esas cosas, y eso es lo que yo era o pretendía ser. En esta historia aprenderéis la diferencia que hay entre un soñador cualquiera y un auténtico aventurero como Dios manda, y también el miedo que hay que tragarse y el sufrimiento que hay que soportar para pasar de lo uno a lo otro.

No sé si alguna vez os habéis imaginado vuestra vida como una vida de aventuras. Cualquiera puede soñar e imaginar: basta con cerrar los ojos. Puedes incluso soñar e imaginar una vida singular mientras te pones ciego de dulces, tirado como un trapo en tu sillón favorito y rodeado de cojines. Pero no todos tienen la determinación de levantarse del sillón y salir a coger por el pescuezo, como quien dice, su propia aventura. Y, desde luego, no todos tienen la suerte de conseguir que esa aventura llegue a buen fin.

¿Quién soy yo? Soy Fernando, y en la época en la que transcurre mi historia acababa de terminar la carrera de Arqueología y era un buen pipiolo. Ya sabéis qué es la Arqueología: una ciencia que estudia los restos materiales de las civilizaciones antiguas. Muros, cacharros, pedruscos, deshechos. La basura de hoy es basura. La basura del pasado es un tesoro. Así son las cosas. Pero no me metí en este mundo por afición a recoger basura. Tenía entonces la idea de que de que todo arqueólogo es un explorador que se lo pasa en grande descubriendo templos, cuevas y tumbas. A mí no me gustaba estudiar. Mi padre quería que fuera médico y mi madre esperaba que me iniciara con mi tío materno en el mundo de la joyería. Se trata de profesiones de indiscutible utilidad, no lo dudo. Nunca he tenido nada en contra de la venta al por menor de pendientes, pero decidí convertirme en arqueólogo porque quería vivir entre aventuras y misterios aunque de esa manera solo pudiera manejar joyas de piedra, concha, hueso o, en el mejor de los casos, de bronce medio deshecho y cubierto de orín.

¿Y quién soy yo ahora, mientras os cuento mi historia? ¿Qué es lo que he conseguido como resultado de mi increíble aventura? No pienso decir ni pío: ése es el enigma que tenéis que descifrar leyendo con atención. Puede que esté tras el mostrador de la joyería de mi tío, engatusando con mucha labia a la mujer del dentista y otras sofisticadas clientas, o quizá enyesado en una cama de hospital, recuperándome de las palizas recibidas de mis enemigos. Mis feos enemigos, diría yo. O puede que haya conseguido abrir la puerta que quería abrir: la que conduce a una vida sin aliento ni rutina en la que ningún día es igual al otro. Solo lo sabréis si llegáis al final de mi historia.

El caso es que pensaba todas estas cosas mientras caminaba por la montaña en busca del borde del barranco. Desde allí se alcanzaba a ver el mar, lejano y dorado, con el sol sobresaliendo de él como la cosa más grandiosa del mundo. Me quedé embelesado en aquella contemplación pero solo lo justo, porque por fin acababa de llegar a aquel límite donde la seguridad de la tierra se acababa y empezaba el vacío. Me asomé con precaución… Sí, un vacío que cortaba la respiración. Observé que a mis pies volaban dos o tres golondrinas haciendo piruetas diría que con ostentación, como si se burlaran de las criaturas terrestres del tipo escarabajos, lagartijas y arqueólogos inexpertos. Al verlas ir aquí y allá rompiendo bruscamente el ritmo, me dio un ligero mareo. Cerré por un momento los ojos y me di cuenta, algo penosamente, de que había llegado la hora de la verdad, de que la pared era real, el suelo estaba lejísimos y de que si perdía pie no lo contaba. En resumen, que de pronto lo que más me apetecía era volver a mi sillón y a mis cojines.

Es más, había estado planeando aquella operación durante semanas y solo ahora caía en la cuenta de que nadie sabía que yo estaba allí. Ni Rosa, mi novia, ni mis compañeros de facultad, ni mucho menos mis alumnos. Si tenía un accidente, nadie vendría a ayudarme porque nadie sabría dónde buscarme. La cuerda podría fallar o yo mismo podía hacer alguna maniobra tonta. Bueno, no alguna: muchas. Sujetar la cuerda de manera incorrecta, mirar abajo y llenarme los ojos de vacío… No sé.

¿Por qué estaba yo allí, oteando un barranco que cortaba la respiración en vez de estar oteando en el Facebook, como toda persona normal —diréis—? ¿Qué buscaba? Pues… dedicaba bastante tiempo a vagar por el monte buscando ruinas y especialmente cuevas que contuviesen pinturas rupestres, esos raros y frágiles tesoros del arte primitivo. Esperaba ser el primero en entrar en una cueva prehistórica y descubrir uno de esos tesoros. Confiaba en fijarme en las pinturas después de que otros hubieran pasado por allí sin verlas. Presuntuoso, lo sé, pero ésa era la suerte que yo buscaba.

Pues bien: un día, semanas atrás, estaba inspeccionando con prismáticos cada detalle de aquel barranco y me pareció ver algo. Algo como unas cuantas delgadas manchas en la roca, en unos abrigos superficiales. Eran pinturas, estaba seguro. Y pensé que aquellas pinturas eran por fin mi descubrimiento. Solo había un inconveniente: que yo no era ni Spiderman ni un trapecista suicida.

A pesar de eso decidí no sentirme intimidado por cincuenta metros de caída a pico y seguí adelante. Por supuesto… por supuesto, tendría que haber dejado el asunto en manos de los profesores expertos de mi Universidad, pero es que lo único que tenía era una sospecha, nada confirmado. Y además ninguna de aquellas adorables albondiguillas cincuentonas estaba en condiciones de descender en rápel (que es lo que había que hacer para llegar a los abrigos) y estoy seguro que de todos modos me habrían cedido el turno.

En fin. Allí estaba yo, pensando en todo esto y dejando pasar el tiempo porque no me decidía, o más bien porque estaba temblando de miedo. La cosa era perseverar en mi manía de descubridor o darme la vuelta para concentrarme en ser un buen muchacho, un ciudadano irreprochable y un indómito vendedor de pendientes, anillos, pulseras y demás joyitas. También podía publicar, como otros compañeros, unos cuantos artículos sobre cosas aburridas para mejorar mi curriculum: artículos resúmenes de otros artículos, trabajos hechos sin pisar un yacimiento y que no aportasen nada sino letras y papel.

Y creo que fue esta oscura perspectiva lo que me llevó a atar fuertemente uno de los extremos de la cuerda a un árbol, colocarme el braguero con escrupuloso cuidado, manipular apropiadamente los mosquetones y comenzar a descolgarme por el vacío. Era mi camino para huir de todas aquellas rutinas aburridas a las que tanto temía.

Sí, mi camino era el aire… Procurad entenderme: no sé qué edad tenéis vosotros, pero yo tenía poco más de veinte años y con mi cuerda creía estar escapando de las instrucciones de mis profesores, familiares, vecinos y compañeros, aparte de las directrices de mi portera, tendero, peluquero, cartero y quiosquero. Me sentía como una hormiga desnutrida tratando de remontar ese río de opiniones sobre lo correcto. El camino del héroe (perdón por la expresión, ya no vuelvo a usarla más) es peligroso y estrecho y por eso me parecía algo muuuy lógico lo que a la mayoría le habría parecido propio de necios: estar allí, agitando los pies sobre una absoluta y aterradora nada, bajo la cual no había más que más y más absolutas y aterradoras nadas hasta que por fin se extendía de nuevo la tierra firme (demasiado firme, según me pareció).

Pero conseguí dominar mis miedos. Simplemente con evitar una sola mirada al vacío, apretar fuertemente los dientes, olvidarme de todo pajarraco volante y convencerme de que en realidad estaba tirado en el sofá mirando una película rosa mientras me tragaba una bolsa de patatas fritas con pimentón, conseguí burlar el vértigo. Creo que, para darme ánimos, también pensé en Howard Carter. Ya os explicaré más tarde quién es, o era. Ahora tengo que contaros que mi arriesgada decisión valió la pena, porque las manchas en la roca que había creído ver con los prismáticos eran lo que yo había pensado: pinturas rupestres. Aquí un grupo de cabras, allá un ídolo esquemático, un poco más acá dos toros, un ciervo… No sé si os podéis imaginar cómo me sentí. Yo era, como tanto había deseado, el primero, el único… Por fin me había convertido en descubridor. Acababa de iniciarme en el camino de la Arqueología como aventura y, después de fotografiar y calcar con papel vegetal cada una de las pinturas, sentí algo que quizá iba mucho más allá de la felicidad. Sentí que la vida me daba la razón, que el camino solitario que había iniciado era el buen camino y que todo aquello era bonito. Recuerdo que me puse a balancearme alegremente, tan convencido como una araña colgando de su hilo de seda. Entonces, envalentonado, me atreví a mirar abajo por primera vez. Y allí, al fondo, junto al camino, distinguí un vehículo todo terreno. Habría jurado que antes no estaba, pero no podría asegurarlo, ni le presté más atención. Seguramente pertenecía a algún jubilado rural que buscaba setas, caracoles o espárragos. Ni siquiera me pareció relevante el sonido que había empezado a escuchar, un sonido rítmico y metálico, algo así como un martillo golpeando sobre un cincel.

Feliz y entusiasmado como me encontraba, decidí prolongar la exploración y curiosear en otros abrigos que había algo más abajo. Antes de descender dirigí un discurso triunfal a mi grabadora portátil, que me colgaba del cuello.

—Creo que los autores de estas pinturas debían vivir no lejos de aquí. De hecho, creo estar viendo sus caras asomándose desde el abrigo.

Entonces solté cuerda, di un salto y descendí. No lo vais a creer, pero cuando me descolgué sobre el primer abrigo vi un par de caras rústicas que, en efecto, se asomaban con curiosidad al exterior. Pero no eran dos nobles artistas rupestres de la prehistoria, sino un par de tipos mal encarados que, equipados con martillos y cinceles, estaban desprendiendo las pinturas rupestres de la pared. Eran furtivos. Sí, furtivos, toperos, depredadores, expoliadores… De todas esas maneras llamábamos a los que se dedicaban a frecuentar los yacimientos para llevarse objetos antiguos.

Uno de ellos, barbudo como un oso y corpulento como un armario, me sonrió ferozmente, dejando ver dos hileras de dientes cariados, desiguales y con varios huecos negros entre sí.

—¿Para quién trabajas? ¿Para los suizos? —me espetó.

Sin dejarme tiempo para contestar, el otro comentó:

—No, no… Debe ser la nueva adquisición de Murray.

¿Los suizos? ¿Murray? ¿Quiénes eran? Desde luego no eminentes autoridades en el campo del arte rupestre. Más bien todo lo contrario. Como para corroborar mi impresión, el primer furtivo, muy arrogante, vociferó:

—¿Sí? Pues ya puedes largarte… Y le dices a tu jefe que este barranco es nuestro.

—Y que no se meta en nuestros asuntos —completó el otro, muy convencido.

Me quedé pasmado mirando aquellas caras feroces. De hecho no sabía qué hacer. Entonces dejé escapar una tosecita y apunté tímidamente:

—Debe haber un error… Yo soy un científico.

El furtivo de la barba puso cara de haberle picado un tábano.

—¿Un científico? —repitió, y en sus labios sonó como si hubiera dicho monaguillo de misa de doce.

—Sí, un investigador —añadí.

Pude ver cómo toda diversión desaparecía de sus rostros, que se contrajeron en una mueca de brutalidad, y comprendí que para aquellos dos animales un científico era algo aún peor que un colaborador de Murray o de los suizos.

El segundo furtivo, rubicundo y macizo como un bloque de granito, miraba a algún sitio más allá de mi hombro derecho. Me giré, pero allí no había nada, solo un trozo de cielo atravesado por una nube. Volví a mirar a los intrusos y entonces el bloque de granito rubicundo, sin mediar palabra, golpeó mi cuerda contra la roca con el canto afilado de la pala. El muy bestia estaba tratando de cortarla, es decir, de convertirme en potaje desparramado por el pie del barranco. Durante un parpadeo me vi exactamente así, transformado en papilla. Durante otro parpadeo traté de suponer qué habría hecho Howard Carter en una situación como aquélla. En el tercer parpadeo, viendo que el bruto descerebrado se disponía a golpear de nuevo, abandoné toda actividad intelectual y solté del mosquetón una buena cantidad de soga, tratando de descender en un gran salto. Repetí la operación una y otra vez, descendiendo a toda prisa y brincando como un saltamontes enloquecido mientras aquel desalmado no dejaba de dar trastazos con la pala. La cuerda se rompió cuando me encontraba aún a unos cuatro o cinco metros del suelo. Suerte que los arbustos amortiguaron mi caída, pero aún así creí morir del tremendo golpe y permanecí allí tendido y en estado semiinconsciente hasta que, veinte minutos más tarde, los dos tipos aparecieron junto a mí y procedieron a cachearme como gendarmes turcos. Y con mucho método: primero me quitaron la cámara de fotos y la patearon. Después agarraron mi grabadora, encendieron un mechero y la calentaron hasta derretirla. Tampoco se olvidaron de mis gafas, que habían caído a unos metros: las pisotearon como a insectos desvalidos. Entonces se quedaron mirándome, puede que aguardando una protesta o un insulto de mi parte que les sirviera de excusa para hacer conmigo algo parecido. Bueno, no puede decirse exactamente que me mirasen. En realidad el rubio parecía enfocar algo a mi derecha. Una vez más me giré, pero allí no vi nada singular, excepto que aquel bandido sintiera debilidad por las flores de retama, las avispas o las moscas verdes.

Y al volver de nuevo los ojos, vi que se enfurecía de nuevo. Al parecer, por algún extraño motivo se sentía ofendido cuando yo buscaba el foco de su mirada.

Curiosamente, no solo me parecieron unos matones peligrosos, sino también unos estúpidos. Pero como no podía expresar mis pensamientos en voz alta, me limité a señalar al papel vegetal con mis calcos, que, excepcionalmente, permanecía incólume.

—Se olvidan de eso —advertí, en un tono no tan neutro e indiferente como había pretendido.

Imagino que actué así porque era la única manera a mi alcance para llamarlos burros oligofrénicos sin ser vapuleado hasta la muerte. Creo que en aquella ocasión me pareció muy sutil e ingenioso, algo así como la expresión de la superioridad del universitario aseado sobre el furtivo sudoroso y con caries, pero con el tiempo he llegado a convencerme de que no supieron advertir la sutileza.

La bola de granito rubia se hizo con los pliegos de papel y los examinó. Solo después de un titánico esfuerzo mental comprendió que eran copias de las pinturas. Entonces los hizo trizas con sus manazas y los transformó en confeti que tuvo la amabilidad de rociar sobre mí.

—Lárgate de aquí, niñato —voceó, enfocando la mirada unos metros más allá de mí.

Confieso que debía haber obedecido el consejo. Era realmente un buen consejo, aunque en aquel momento no lo supe apreciar y me pareció un simple desafío. Tanto que no solo no obedecí, sino que me animé a llamarles la atención. Más o menos como si fuera un juez protegido de los delincuentes por un ejército de policías.

—Usted es un furtivo… —chillé— ¡Y lo voy a denunciar!

Tiernas y deliciosas palabras, plenas de sentido de la justicia, incluso fieles a la realidad, pero no para pronunciarlas precisamente en aquel momento.

—¿Furtivo…? —repitió el rubio macizo, fingiéndose indignado— Qué palabra más fea. Te la vas a tragar.

A una indicación suya, el armario móvil me sujetó por detrás, tiró hacia arriba de mí y me alzó del suelo como si fuera de papel. El otro, sin decir más, enfocó la vista a algo indeterminado sobre mi espalda y me propinó tal golpe en el estómago que creí que el puño iba a atravesar mi espalda y llegar a Santurce. Sentí que los jugos de mi sistema digestivo cambiaban de dirección y en un santiamén estaba vomitando como la fuente de la abundancia. Justo sobre los pantalones del bandido.

Me parece que mi poco aguante fue una decepción para él, porque se le veía con gana de entretenerse un rato más. Pero no solo no le duré ni un puñetazo, sino que además le dejé la ropa pringada de mis cereales integrales de la mañana.

Pero con el golpe había caído al suelo mi Isis. Sí, habéis leído bien: no mis llaves, ni mi bolígrafo, ni mi agenda, sino mi Isis. Se trata de una estatuilla de esta diosa egipcia que solía llevar siempre conmigo para que me diera suerte. Me acompañaba, por ejemplo, cuando iba a un examen. Y la había llevado también conmigo aquel día, que era un día especial en el que creía que iba a necesitar su ayuda.

—Eh ¿Qué es eso? —exclamó el rubio, con la mirada viciosa del ladrón de antigüedades.

El armario con patas se hizo con la figurita y se la entregó al otro, que sonrió —pero como sonreiría una vaca muerta— al comprobar que era de plástico.

—Menos mal —se burló, haciendo ostentación de sus caries—. Creí que traficabas con objetos de arte.

Sí, podéis creerlo. Era una ironía. Tosca, pero evidente. Al parecer aquella cabezota daba para tanto.

Le quité la Isis de un manotazo y me respondió de inmediato con un sopapo demoledor que me dejó la mejilla amoratada hasta el fin de semana siguiente. Creo que debía llevar oculto en alguna parte un yunque de hierro, porque tuve la sensación de que era eso lo que me había golpeado, y me convencí de que me había roto la cara en mil pedazos.

—¡Y ríete, coño! —vociferó jocosamente, al tiempo que se sujetaba la mano dolorida.

Después de estos ejercicios gimnásticos los dos se dieron la vuelta, muy contentos, introdujeron en el todoterreno los objetos de su expolio, arrancaron levantando una nube de polvo y desaparecieron.

Y entonces, de pronto, entendí por qué el furtivo rubio miraba siempre al aire o a las avispas: era bizco. Por eso se enfadaba cuando yo miraba atrás, buscando lo que él miraba, o parecía mirar: creía que me estaba burlando de su estrabismo. Traté de reír, pero tuve que contenerme porque al hacerlo notaba una cuchillada en el costado, un martillazo en el pecho y una quemadura en la garganta. Y me quedé allí, tumbado y molido, mientras escuchaba desvanecerse lentamente el rumor del vehículo de mis torturadores.

Al mismo tiempo que el polvo se aposentaba lentamente sobre mí y me volvía entero de color blancuzco, así también se disiparon mis sentimientos de entusiasmo, y desde luego mi prematuro convencimiento de que el camino que había elegido era el buen camino. Estreché en mi mano la estatuilla de Isis, pero os puedo dar plenas garantías de que esto no disminuyó el dolor. Quizá porque la había conseguido como obsequio por la compra de unos fascículos sobre el antiguo Egipto. O quizá porque Isis carece de influencia contra las palizas.

Este fue mi inicio en la vida de aventuras. Había creído que superar el miedo al vacío podría ser mérito suficiente para transformarme en descubridor, que una aventura es algo puramente lineal, donde tú vas de A a B atravesando por el camino algunas dificultades de pacotilla, como hacer rápel. Y no tenía ni idea. Aunque había dado el primer paso, aún estaba más cerca del iluso que flota en su sillón con las alas de la fantasía que de un auténtico hombre de acción como Howard Carter.

Ah, sí… Howard Carter. Pues veréis… Fue el arqueólogo que allá por 1920 descubrió la tumba de Tutankamon. Durante todas las épocas, legiones de colegas de aquellos dos que me habían pateado, pero vestidos con chilaba, habían violado sistemáticamente las tumbas de Egipto sin dejar para los arqueólogos ni las momias. Pero Howard Carter tuvo la inmensa suerte de descubrir una tumba que había pasado desapercibida a los ladrones, una tumba repleta de tesoros. Él solo tuvo que quitar el sello y entrar.

Yo había querido ser como Howard Carter, un aventurero con recompensa, aunque fuera en pequeño. Quería que aquellos ciervos, cabras, caballos y burros fueran mi tumba de Tutankamon. Pero en lugar de eso, me encontraba bajo una papilla formada por tierra, vómitos y sangre, sin entender qué había pasado y menos aún el por qué. Más o menos como un niño al que alguien le acaba de explotar su globito.

 

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