Introducción

Cuando estudiaba la asignatura de Arqueología de Oriente y Grecia en cuarto de carrera, la entonces catedrática de Prehistoria de mi Universidad de Murcia, Ana María Muñoz Amilibia, nos explicó la singular teoría de Sigmund Freud según la cual lo que cuenta el libro del Exodo es en realidad lo que sucedió después de que la reforma religiosa de Amenofis IV se viniera abajo, cuando los partidarios de aquel dios Aton, que no tenía cuerpo, que no era un dios tribal ni nacional y que promovía el amor y la fraternidad, decidieron exiliarse para buscar una nueva tierra en la que poder adorarlo. No es de extrañar que la mayoría de sus partidarios fueran los muchos judíos que vivían en Egipto como esclavos o bien relegados a los trabajos más duros. Eran ellos los principales beneficiarios de los mensajes conciliadores del nuevo dios. Se trata de un grupo de tres ensayos escritos por Freud a partir de 1934.

Concebí la idea de escribir una novela sobre este episodio total y absolutamente incomparable de la Historia nada más terminar mi primera obra, Gilgamesh y la muerte. Una recreación de la búsqueda de la inmortalidad descrita en el mito de Gilgamesh. Pero, a mis veinticinco años no me atreví a enfrentarme con el inmenso trabajo de documentación necesario para asumir esa iniciativa con dignidad, y sobre todo la historia no tiraba de mí. No me exigía. No pedía ser escrita. La idea estaba bien pero eso era todo.

Dicen que nadie puede o debería escribir una novela antes de los treinta años, simplemente porque falta bagaje vital de todo tipo. Creo que es cierto, incluso cuando yo escribí dos antes de cumplir esa edad. En mi caso han sido algunos más los años que he tenido que cumplir y las experiencias vitales que he debido acumular antes de sentir efectivamente que la historia tiraba de mi y deseaba ser escrita. Como suele sucederme, esta novela es una mezcla de ficción y realidad, y como tengo el raro privilegio de que me suceda a menudo, la realidad que cuento está tan tocada por la magia que parece ficción.

La historia de lo que sucedió en Egipto en aquellos años, durante la XVIII dinastía, ya contiene todos los ingredientes precisos para alcanzar la grandeza hasta el extremo de resultarme incomprensible que, hasta donde yo sé y por sorprendente que parezca, ningún escritor la ha tratado como novela. Que el faraón Amenofis III fuera un obseso sexual que tenía en el harén tantas mujeres que les perdía la pista, incluyendo algunas de sus hijas. Que tomara (o intentara tomar) por esposa cuando con unos cuarenta y pocos años era ya un anciano enfermo, a la inigualable Nefertiti, de una belleza sin igual a sus catorce años, que a la muerte del padre su hijo Amenofis IV casara con la jovencísima viuda, que éste comenzara al poco tiempo a mostrar síntomas de una enfermedad neurológica degenerativa, que el joven faraón concibiera la idea de un dios nuevo que repartía amor y paz y que nada tenía que ver con los dioses tradicionales de Egipto, que tuviera la iniciativa de construir una ciudad enteramente nueva en medio del desierto, todo eso son valores suficientes para una buena historia.

Pero en esta obra , como en Gilgamesh y la muerte, he querido introducir, junto a esos hechos históricos, elementos paralelos y complementario que proceden de los campos de la espiritualidad y la magia. Creo imprescindible mencionar de manera muy especial a uno de los personajes añadidos por mí, porque es real y al mismo tiempo increíble.

Mi amigo Manolo Conesa, gran conocedor de la Filosofía y excelente conversador, viajó unos años a Chipre para conocer a un santo maestro sufí llamado Mawlana. Quedó tan fascinado que se convirtió al islam y cambió su nombre por el de Yusuf. Poco después me propuso como abogado para defender a un grupo de inquilinos de viviendas en el parque regional de Calblanque, en Cartagena, que estaban siendo amenazados con desahucios colectivos. Sin entrar en detalles, era de nuevo una historia de débiles oprimidos por los poderosos, lo que es para mí una constante en el ejercicio de la profesión. Quien coordinaba a estos vecinos era otro joven sufí llamado Guillermo, cuyo nombre árabe es Sayfuddin.

Recuerdo con particular agrado una tarde en la que los tres mantuvimos una extensa conversación sobre la espiritualidad y los santos sufíes en un local de Cartagena llamado El Coyote. Manolo refirió el episodio sucedido unos pocos años antes en Chile, cuando unos mineros habían quedado atrapados en el fondo de un pozo y se temía por su supervivencia porque el aire se les acababa. Contó Manolo que de pronto, en el fondo del pozo, los mineros vieron a Mawlana y a continuación comenzaron a respirar un aire tan limpio que el que posteriormente le hicieron llegar con una sonda les pareció pobre y enrarecido. Cierto es que la cosa no encaja en la lógica cartesiana ni en ninguna otra, porque Mawlana no se había movido de Chipre. No obstante, las razonables dudas que puedan surgir quedarán rápidamente aclaradas sólo con que los escépticos escriban en Google “Mawlana mineros de Chile” para comprobar que tras el episodio los interesados viajaron a visitar al maestro a su isla y muchos de ellos se convirtieron al Islam.

Una mañana estaba en Cartagena preparando un nuevo juicio por desahucio que tenía a la una de la tarde. Al estudiarlo en detalle me di cuenta de que mi planteamiento al contestar a la demanda había sido algo flojo y, como se suele decir, lo vi negro y empecé a sudar, convencido de que en la vista oral no iba a tener nada que hacer. Así se lo hice ver a Guillermo mediante un mensaje de WhatsApp. Pero al cabo de una hora o algo menos, mi mente se iluminó súbitamente con una idea que me permitía presentarle al juez buenos argumentos y que lo cambiaba todo. Era algo que tenía delante y aún así no había sabido verlo. Fue como si alguien me quitara un velo de los ojos.

Después del juicio fui a Calblanque para comentar con Guillermo. Lo que me dijo Diana, su mujer, me dejó muy sorprendido, a saber: Como él trabaja por las noches y por tanto duerme por la mañana, fue ella quien vio mi mensaje. Entonces se puso en contacto con Mawlana y él la tranquilizó diciéndole que no se preocupara y que todo iba a salir bien. Nadie podrá quitarme nunca de la cabeza el convencimiento de que mi súbita inspiración fue promovida por el maestro mediante algún canal espiritual desconocido para mí.

Para hablar con él, Diana no utilizó el teléfono móvil, ni el fijo ni Skype. Transmitió su inquietud sólo con la mente. Esto ya resulta bastante impresionante, pero se vuelve mágico si aclaro que para ese momento Mawlana llevaba muerto como dos años.

El maestro también está al habla con Manolo. Una vez le comentó que a mí resultaba muy fácil ayudarme porque le parecía “dócil” (un adjetivo con el que normalmente no me identifico). Después de eso, y por singular que pueda parecer, me siguen llegando de él impresiones, análisis y consejos sobre la forma de llevar la defensa. Como cabe imaginarse, me siento privilegiado. No todos los abogados pueden presumir de fomar equipo con un personaje así.

En esta  novela también aparece un viejo maestro espiritual muy sabio. Al principio pensé describirlo como un miembro de la estirpe de los gentiles, muy anciano, que aparece en una narración popular del País Vasco recogida por el gran José Manuel de Barandiarán. El cuento dice de él que era tan viejo que carecía de fuerza para abrir los párpados, por lo que tenían que ayudarle con perchas. Pero después de las experiencias que he contado, consideré más apropiado darle no sólo las características físicas del mismo Mawlana, uno también su nombre. No obstante, lo consulté con él a través de Manolo. Me dijo que sí.

Siendo el Mawlana de mi novela el mismo que el real, juzgué adecuado incluir un episodio en las minas del Sinaí como el de Chile, y de ahí que la historia palpite de magia y vida.

Siempre que escucho a un autor decir que su novela se ha escrito sola y que él no sabía lo que iba a suceder en la página siguiente, me parece una pedantería. Pero así ha sido en el caso de esta obra. Como he dicho, la historia quería ser escrita, pero se ha ido construyendo sola sin dejarme a mí más papel que el de notario o secretario encargado de levantar acta.

No es poco el cine que he hecho. Y aunque concebí la historia como una gran aventura espiritual y los hechos espirituales no aparecen en la cámara, lo que me ha salido es una gran historia de aventuras con un fondo espiritual considerablemente denso y algunos pasajes (a los que inconscientemente llamo secuencias) con una carga emocional inmensa que han venido verme lo mismo que el resto de la historia, y que resultan total e inesperadamente cinematográficos. La secuencia estrella, en las puertas del palacio real de Babilonia, se dispara a los dos tercios del metraje y la he visto una y otra vez proyectada en mi mente como la vería en la pantalla de un cine. Cuando la escribía, era incapaz de contener las lágrimas, y lo mismo me sucedió con el primer y el segundo repaso. Tal es su intensidad. Pero  la historia rebosa de este tipo de situaciones apropiadas para ser vistas desde la butaca del cine. No se trata de nada que haya buscado de propósito. Sólo es que salió así.

Rindo gustosamente tributo a los autores de los que me he nutrido para escribir esta historia. En El plan de tu alma, de Robert Schwartz, encontré s revelaciones muy valiosas sobre el ciclo de las reencarnaciones, en particular las sorprendentes nociones de que todo lo que sucede en Nuestras vidas, incluyendo accidentes y desgracias, es decidido por nuestra propia alma antes de su nacimiento, y también la noción de que el tiempo no es una línea recta sino una tela de araña, por lo que todo está sucediendo al mismo tiempo.

De El poder del ahora, escrito por Eckhart Tolle, aproveché la idea de que si no nos resistimos a lo que trae el momento presente, sea lo que sea, la vida se pone de nuestro lado y comienza a trabajar para nosotros.

No habría podido escribir esta novela sin la hermosa obra de Philip Vandenberg Nefertiti, una biografía arqueológica, que contiene un relato de los hechos tan completo como interesante.

A mi hermana Ana debo agradecerle el tiempo que ha sacrificado de otra tareas más agradables para ella, como pintar sus cuadros, para traducir el manuscrito a inglés.