Primer capítulo

Puedo recordar perfectamente todo lo sucedido. He escapado por fin de los horrores, he superado las pruebas a las que me ha sometido la vida y, sobre todo, he elegido.  Desde mi actual situación apenas puedo atisbar el mundo, pero no necesito hacerlo para saber que la Tierra sigue girando, que los hombres son lobos con los hombres, que el poder corrompe, la religión mata y la riqueza envilece. Por suerte, he sabido mantenerme al margen. He conquistado un espacio interior intocable, como lo quería Séneca cuando escribió la  Consolación a su madre Helvia. Él se metió en una bañera de agua  caliente, se cortó las venas e inició su dulce regreso a la nada sin luz.  Yo no haré lo mismo. La última vez que me metí en una bañera fue hace apenas unas horas, junto a una mujer por la que sentía el deseo más encendido, y que se me escapó como de entre los dedos. No voy a dejarme ir. Debo vivir.

No sabría decir cuándo comenzó esta historia en la que el amor y la muerte han caminado tan juntos, como dos novios. En realidad hace mucho tiempo, en las tierras ásperas de mi juventud, cuando divagaba imaginando cómo sería mi vida y  tanto temía al fracaso. Pero los extraños acontecimientos que os  tengo que contar se precipitaron hace apenas una semana. Todo ha sido  como una nube que se va cargando poco a poco de agua y se va volviendo más y más  oscura, hasta que no puede soportar la  tensión y rompe a llover. La lujuria que he vivido junto a una mujer desconocida, las turbulencias que han despertado dentro de mí, y la dura prueba que mis enemigos me han hecho pasar, todo ha sido como lluvia gris sobre la tierra, liberando la tensión, levantando aromas nuevos y cambiándolo todo.

Unos días de lluvia. Y de niebla. Las dudas y temores que me habían atormentado, el gran misterio que se había abierto y aún se abre ante mí, todo ha sucedido tan rápido como el descargar de la tormenta.

Y la muerte, sí, el asesinato. Ese cuerpo sin vida que apareció de pronto, cosido obscenamente a cuchilladas ¿Y si os dijera que la mano que empuñó el arma homicida era sutil y semitransparente, como el humo? ¿Y si os revelara que el asesino escapó a la justicia?

Un paraje junto a unos estanques de agua. Quizá eran cultivos de sal, quizá campos de arroz inundados. Sólo recuerdo un camino largo y rectilíneo, rodeado de agua dorada por ambos lados, como el puente que llevase a otro mundo por entre las aguas de la muerte. Había llegado allí durante la noche, después de una caminata larga y desasosegada, y me había echado a dormir. Era media mañana cuando desperté. Vi los juncos agitarse  con monótona suavidad y los insectos dorados rondando las flores. Una tela de araña brillaba, frágil y sin embargo desafiante. Una libélula  posada en una rama agitaba sus alas  translúcidas.  Podría decir que había estado soñando con Elena, como casi siempre, pero no fue así. Lo supe cuando una mariposa cruzó delante de mí, con su vuelo indeciso. Recordé que en mi sueño también yo era una mariposa. Volaba alto, sobre las montañas, y después rozando un mar verdoso e inmóvil, como no suelen hacerlo las mariposas. Era como si hubiera salido a mundos extraños en busca de algo.

Cerré de nuevo los ojos para buscar en mis recuerdos, pero ya no había nada más. Y sin embargo el sueño me había trasladado tan lejos y con tanta  intensidad al otro  mundo, que cuando volví a mirar alrededor, el  que tenía delante me pareció tan impreciso y poco definido como esos pensamientos que cruzan, fugaces, y se disipan para no volver. Era como si una película brumosa tuviera atrapado al paisaje impidiéndole todo movimiento. Mi sueño me pareció más vívido que aquella realidad en entredicho. Tanto que, para averiguar quién era yo, tuve que asegurarme de que mis manos no eran alas.

¿Quién era? ¿Un hombre que acababa de soñar que era una mariposa, o el sueño de una mariposa que en ese momento estaba soñando ser un hombre? ¿Cuál de los dos mundos era el real? ¿A cuál pertenecía yo?

A modo de respuesta, distinguí una figura que avanzaba a lo lejos, la  silueta de una mujer que se acercaba empujando una bicicleta. Yo conocía aquella forma de caminar. Como siempre que tenía una duda o me sentía angustiado, Rosa aparecía. Probablemente ella nunca llegará a saber cuánta seguridad y cuánta paz me llegaba a proporcionar.

-La dama del lago -anuncié cuando estuvo cerca, pero la voz me salió ronca por las horas a la intemperie.

Ella se detuvo y puso ese gesto de mamá bondadosa. Se fijó en el libro que conservaba en mi regazo, como si fuera un gorrión necesitado de calor.   Capté su cariñoso reproche, pero por toda respuesta apreté inconscientemente el viejo volumen, como quien estrecha a un antiguo amor. Eran muchos años leyendo y releyendo las mismas páginas con los mismos poemas, pero ni el poeta ni sus versos me cansaban, porque su historia era mi misma historia, y me conmovía que, siendo también mía, fuera por ahí, de boca en boca y de mano en mano, desde antes de mi nacimiento.

-¿Vienes de la residencia?

Pregunta molesta de hermana demasiado maternal. No me incomodó, pero sabía lo que ella iba a hacer a continuación. Iba a preguntarme cosas que no me gustaban, y que yo no quería contestar.

Dejó la bici en el suelo y se sentó junto a mí, para contemplar cómo el sol centelleaba en el agua. Pero yo ya no estaba pendiente del esplendor de la naturaleza. Como demasiado a menudo, la belleza resultaba herida por aquellas molestas llamadas a una realidad que siempre me había parecido soez.

Percibí el momento de tensión. Creo, creí al principio, que a ella le pesaba la pregunta que debía hacerme.

-¿Has visto al médico?

El mundo dejó de parecerme un sueño. La danza de las abejas ya no era una ronda mágica a mi alrededor,  las doradas telarañas dejaron de ser especie de diademas sutiles cubiertas de rocío, y las libélulas  como hadas diminutas de alas translúcidas. Regresaba rápidamente a la tierra trivial, como si alguien me aspirase por un túnel oscuro.  No, no quería hablar de ello. Era como frotar con limón una herida en carne viva.

-No lo soporto -respondí, escondiendo la mirada.

-¿Por qué?

Dejé volar un suspiro.

-Vive en su mundo, está obsesionado. Y quiere obsesionarme a mí.

Rosa calló. Aquellos silencios suyos me angustiaban, porque no dejaban ver lo que estaba pensando y yo siempre estaba buscando su aprobación.

Entonces ella reparó en la carpeta que yacía sobre la hierba.

-Que llevas ahí? ¿es un manuscrito?

La miré. Era una vieja carpeta de cartón de un  azul descolorido, cerrada con elásticos. Llevaba una etiqueta con mi nombre. Y recuerdo como si fuera ahora mismo el rechazo que sentí al mirarla.  Había sentido un escalofrío de pánico, como si fuera el único objeto discordante en aquel universo amigable, como si en vez de pertenecer al mundo del agua, del cielo y de la belleza, fuera un pequeño fragmento de otra vida, caída en esta por error, tal como si dentro de ella se encerrase todo el mal.

-¿Qué es? -insistió Rosa.

-No es nada -respondí, incómodo.

Ella permaneció mirándome. Era evidente que aguardaba una respuesta mejor.

-En realidad ni yo mismo lo sé -confesé, tratando de zanjar la cuestión.

Ella jugó durante unos minutos con sus manos. Se la veía insegura, preocupada.

-Estás igual ¿verdad? -me dijo, a modo de conclusión. Y de acusación.

Dejé de ver el paisaje delante de mí. Sus palabras lo habían borrado.

-Estoy bien -contesté secamente.

-Han pasado diez años ¿por qué no lo dejas ya?

Sí, aquella era la cuestión. Era lo que todos querían, lo que todos me pedían, lo que me aconsejaban día y noche. Déjalo ya, olvídalo, supéralo. El mundo quería que yo me reintegrara en su corriente y enviaba a sus emisarios para convencerme, para recordarme que no debía vivir por más tiempo al margen. La vida es como un cubo lleno de cangrejos -había oído alguna vez. Cuando  alguno de ellos, después de mucho esfuerzo, consigue trepar por los bordes y está a punto de escapar, otro cangrejo lo sujeta con sus pinzas y vuelve a caer en el fondo del cubo.

Yo no quería contestar a aquella pregunta. No quería romper la armonía. Sólo ansiaba sumergirme de nuevo en mi océano interior, muy profundamente, donde el sol no alcanza, a salvo del mundo. Pero Rosa, como la hosca guardiana de aquel universo paralelo,  me miraba fijamente, incluso severamente, aguardando aún una respuesta.

-Quiere que sea como los demás -respondí, a modo de triste conclusión.

Ella no insistió y yo noté el hastío en sus ojos. Era como el de un esclavo atado durante toda su vida al molino, girando y girando, pisoteando sus propias huellas y sin poder dar ni un solo paso fuera del mismo círculo. Sabía que no podía sacar nada de mí, pero aún y así no dejaba de intentarlo.

Se puso súbitamente en pie.

-Venga vamos a casa.

La obedecí, y juntos caminamos en silencio por aquel camino entre los espejos de agua. Lo recordé de mis tiempos de psicoanálisis: el agua es un símbolo del subconsciente. Quizá por eso todo el paisaje me  había sugerido un sueño. Quizá por eso caminaba por aquella estrecha senda que me llevaba a casa, lo mismo que los antiguos chamanes siberianos debían avanzar por un camino tan delgado como un cabello para alcanzar el otro mundo. El agua alrededor apremiaba, acosaba. La senda seca era como el estrecho camino del entendimiento, a salvo del subconsciente murmurante y caótico.

Me fijé en mi hermana. Caminaba cabizbaja, parecía preocupada.

-¿Te pasa algo?

Ella me miró furtivamente y luego apartó la mirada.

-Me voy -murmuró, y la voz le salió débil, como el gorjeo de un pájaro moribundo.

No dije nada, porque nada podía decir. Rosa era mi sostén en la vida, así de simple. Se había expresado de forma tan rotunda que me asusté.

-Me han dado la beca -añadió.

-¿Allí…?

-En Filadelfia, sí.

-¿Para mucho tiempo?

Escondió el rostro, como si se avergonzara.

-Dos años. Sé que me necesitas, pero…

Aún insistía en tratarme como un niño, en protegerme del mundo. Pero yo no necesitaba ya ese apoyo. Cierto que a veces me sentía solo, y algunos días creía que todo me acechaba, que la vida era como un perro salvaje que me mordía los talones, y entonces necesitaba buscar refugio en Rosa. Pero era capaz de sobrevivir sin ella. Podía aprender a camuflarme, esconderme, acurrucarme para dejar que el infortunio, esa alimaña en busca de víctimas, pasara de largo. Podía fabricarme una alegría secreta y vivirla solo.

-No puedo dejar pasar esta  oportunidad -añadió.

– ¿Y el piso?

-Tendría que alquilarlo para pagar algo allí -respondió, con expresión implorante.

Me detuve en seco. Era otra vez aquella opresión, aquella sensación de apremio, aquel afilado estilete con que la vida me abría las carnes. Las cosas del mundo eran enemigas de las ideas, de la poesía y el espíritu. Ahora no sólo no tenía a mi hermana. Tampoco tenía un lugar donde dormir. Las cosas del mundo, tan prosaicas como una cama, tan vulgares como un techo, me faltaban.

-¿Qué ocurre?

-Ya no tengo casa… No voy a ningún sitio -me lamenté.

Su rostro se iluminó con una débil sonrisa.

-Ven… Quiero que veas algo.

Yo no sabía qué hacíamos allí, cociéndonos al sol del mediodía y delante de aquella casa tan cubierta de pintadas que parecía el muro de las lamentaciones de una tribu  de artistas urbanos.

-Es del siglo XVII -explicó Rosa.

Encogí los hombros. El siglo me daba igual. Lo único que le habría visto de bueno es que diera sombra. Pero el sol venía del lado equivocado.

-¿Te gusta?

-¿Es un regalo? -ironicé.

-Es de Marcelo ¿te acuerdas de él?

Recordaba vagamente a un amigo de Rosa, excéntrico y cosmopolita, que se pasaba media vida en Suiza, y la otra dormitando en un pueblo de la costa.

-¿El pintor?

-Te la deja por unos meses. Él no la usa.

Eché un vistazo al caserón con ojos nuevos. Visto así, me pareció mucho más que piedra y ladrillo. Lo imaginé lleno de promesas y posibilidades, como un libro viejo aún sin abrir.

-¿Y qué pide a cambio?

-Él nada, pero yo sí…

No necesité más para entenderla. Sabía qué era lo que ella quería. Lo sabía muy bien, pero por desgracia era algo que quedaba lejos de mis posibilidades. Me pedía la misma cosa que me pedía yo a mí mismo cada día: Una novela. Quería que volviera a escribir

-Rosa, no voy a poder. No tengo inspiración -me lamenté.

-Tu primera novela fue un éxito.

Ella hablaba con esa simpleza de quienes ven las cosas desde fuera, como si escribir fuera lo mismo que coser un botón o atarse los zapatos, como si no fueran precisos tanto dolor, tanta nostalgia, tanta renuncia, para dejar escrito algo que no fuera pura chatarra o puro artificio.

Escribir no es un oficio, es un estado de ánimo. Nunca había podido compartir frases hechas como aquélla atribuida a Baudelaire, no sé si con mucho fundamento, la inspiración es trabajar todos los días. Quienes piensan así niegan la evidencia de que la literatura es posesión y el escritor  un hombre poseído. Niegan que emociones e ideas brotan de modo maravillosamente inesperado, como los fuegos fatuos en un cementerio, o las estrellas fugaces en el cielo, y que entonces el escritor pasa a ser una especie de intermediario con el otro mundo, ése que no está hecho de barro, ni de metal, sino de ideas doradas y sublimes.

Hay escritores que inventan tramas y folletines ingeniosos para el público, pero yo no hablo de eso. Yo hablo de servir a las musas, de dejar que el mundo secreto hable a través de mí.

Yo escribía sobre el alma. Pero mi alma estaba seca y fría. Si las tenues señoras que traen la inspiración hubieran pasado cerca de mí, me habrían confundido con un témpano, o con una roca inanimada, y habrían seguido adelante. Y eso no podía contárselo a mi hermana.

-Arturo… Tienes talento, no lo desperdicies -me dijo, con los ojos muy abiertos y apretándome el brazo, como hacía siempre que quería influir en mí.

Su insistencia me complació. Incluso me animó. Guardaba aún el manuscrito que en vano había tratado de convertir en una nueva historia. No era más que un amontonamiento de palabras sin mucho ingenio, ni  siquiera tenía un título.  Quizá encerrado detrás de aquellos muros consiguiera hacerlo revivir y darle el alma que aún no tenía.

Escribir, ese antiguo placer…  Aquel  diálogo interior que antes fluía dentro de mí, como el agua que corre … Yo ya no creía en mí mismo, pero aún así miré de reojo al viejo caserón, con ansias nuevas. Me imaginé que entraba en él y que, al abrir la pesada puerta de de carruajes, era como si estuviera abriendo la  tapas de aquel libro  antiguo, para leer en su interior una historia insospechada, quizá para buscar allí la inspiración que había perdido. La vida es un río lleno de posibilidades, había escrito Amado Nervo, el poeta mejicano. Le da lo mismo llenar un cántaro grande que un cántaro pequeño, por eso nos es lícito esperarlo todo de la vida. Quizá yo, que desde la muerte de Elena ya no esperaba nada, podría también esperarlo todo. Mi suerte aún no estaba escrita. Nadie había decidido que tenía que ser desdichado.

-¿No crees que soy un pobre iluso que está viviendo un sueño en el que es un buen escritor? -pregunté a mi hermana.

-Creo que eres un buen escritor que crea sueños.

La rapidez de su respuesta me sorprendió.  Es agradable tener al lado a alguien que cree en ti, pero si eres de los que tienen aspiraciones y ansias, es además imprescindible. Acarrear sueños puede hacerse tan duro como acarrear hasta el río un cántaro grande y pesado. Los sueños son ideas, te dan alas, pero pesan.  Cuando te hacen soñar puedes subir al cielo sin esfuerzo apoyado en esas alas, pero cuando se dan de bruces con el mundo de barro y metal, pueden aplastarte contra el suelo y hacerte creer que eres incapaz de caminar. O quizá es que las fuerzas fallan. Aquellos que dejan pasar toda una vida junto al río lleno de posibilidades sin poder llenar su cántaro enorme,  al volver a casa, malgastadas su juventud  y su vigor, apenas pueden con su peso.

-La ciudad del alma… -añadió Rosa, dejando las palabras en el aire, como si flotaran, como si fueran un conjuro capaz de hacer florecer una planta estéril.

Sí, claro. La ciudad del alma. Hacía mucho que había escrito aquel poema, poco tiempo después de la muerte de Elena. Mi profesión de soledad, mi declaración de enemistad con el mundo.

-Léemelo otra vez.

Saqué de entre las páginas del viejo libro la misma cuartilla en la que por primera vez lo había escrito. Era un fetiche, una consigna, como el pasaporte que acreditaba mi ciudadanía de aquel país interior.

Como uno más, habito el mundo de los hombres…

…Como uno más la lluvia empapa mis vestidos.

Como uno más el sueño vence mis ojos.

Pero esta no es mi ciudad, mi comarca, ni mi hogar.

Mi corazón peregrina por una urbe invisible,

la ciudad dormida hecha de pensamientos,

en cuya penumbra habitas sólo tú.

La ciudad del alma, donde tú respiras y me esperas.

Estás muerta, pero sólo en el mundo de los hombres.

Mi ciudad hecha de pensamientos,

mi casa hecha de recuerdos,

son más reales y más ciertos 

que todo este planeta orgulloso.

Miré a Rosa. Estaba sonriendo. Sonreímos los dos bajo el sol, como si en un momento la vida se hubiera despojado de toda tragedia y todo fuera como debía ser. Nos disponíamos a iniciar cada uno una nueva vida llena de experiencias. Siempre hay lugar para un nuevo comienzo. Las ansias de felicidad florecen siempre, en cualquier momento y en cualquier edad.

 

La calle era ruidosa y agresiva. Caminaba abstraído, pensando en mi nueva vida sin mi hermana, en las promesas que murmuraba el viejo caserón, en la rutilante posibilidad de volver a ser escritor. Apenas era consciente de la riada humana que se cruzaba conmigo. Creo que yo era invisible para ellos, pero también lo eran ellos para mí. Alelados por la televisión, las prisas, las costumbres y las creencias, me parecían como esas  bandadas de estorninos que se mueven juntos en el cielo semejando un único ser. Las grandes mentiras del mundo se habían escrito para ellos: Que el progreso económico es un bien social,  que un dios murió para lavar sus  pecados, que la enfermedad es inevitable, que las guerras se deben a las ambiciones de los tiranos locales. No me interesaba nada aquella gente que  avanzaba por la calle cual bandada de estorninos, sometidos a un   pensamiento uniforme que ni siquiera era suyo, porque se lo habían inoculado desde fuera.

De pronto, algo me llamó la atención. Una niña. Tendría unos doce años, y llevaba con ella un violín guardado en su funda. La imagen evocó en mí tristes recuerdos. Quizá por ello me detuve y la contemplé con detenimiento. Aún conservaba la frescura. La estaban educando para que creyera en las mentiras del mundo, pero aún estaba en el proceso. Aún no había perdido su primitiva naturaleza inmortal, ni su alma limpia, ni su bendita inocencia. En unos años tendría ya el mismo  pensamiento plano e indiferenciado del resto, pero incluso así conservaría su individualidad, porque, en un mundo en el que todo es mentira, la música es casi lo único verdadero. La música nos mantiene a salvo de la espantosa visión racionalista,   académica, plana y antinatural de las cosas. Yo lo sabía porque la poesía es  música también. Si la niña se aferraba a su violín, podría ser siempre un pájaro libre unido al cielo por la música.

El recuerdo fue inevitable. Fue hace mucho tiempo, en una casa de  pueblo. Elena había acababa de sacar de su funda el violín de su padre. Era primavera, llevaba los hombros desnudos y sonreía con esa naturalidad inconsciente de quien está en paz con el mundo. Me pareció entonces no sólo fresca y natural, como la niña de la calle, sino también inalcanzable, a semejanza del espectro de la primavera, el mundo florecido donde de repente todo era nuevo.  Botichelli había pintado una primavera rubia, de ojos verdes y piel clara. Mi primavera era aquel largo mechón de pelo negro, sus ojos oscuros y el sonido de su voz.

Pero después ella atrajo hacia sí un taburete, se acercó al cuello la base del violín, y se puso a tocar. Y yo me sentí miserable, me convencí de que mis movimientos, mis gestos, mis palabras, eran tan torpes como los de un ogro patizambo que caminara dando tumbos. Ante su música me creí pequeño, insignificante y fuera de lugar, y me sentí agradecido porque ella me permitiera saciarme en silencio de la belleza que era capaz de crear, como el peregrino sediento que alcanza una fuente.

Cómo no iba a enamorarme. Sólo tenía veinte años, y con ella sentí que poco a poco iba cerrando mis puertas abiertas al mundo. Fue entonces cuando comencé a percibir la semilla de esa indiferencia hacia las cosas que tan vigorosamente ha crecido en mí. Sólo tenía ojos, memoria y energía para dedicarlos a ella, y así ha seguido siendo a lo largo de los años, mientras vivió, pero también después de su muerte.

La niña pasó de largo. Ella llevaba su violín, que la hacía ingrávida. Yo arrastraba el saco de mis recuerdos, que me aplastaba contra el suelo.

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