YO TENÍA UNA CASA EN ÁGUILAS

Ya no existe el bar Lucero. En su lugar han puesto algo llamado la Máquina. Ya no existe el Baladre. En su lugar pusieron otro algo llamado la Regordeta, y después de eso nada. Ya no existe el Andaluz, con sus pulpos secándose al sol en el porche. En la Máquina han despedido a los camareros que conocí. Echo de menos especialmente a María, que ni siquiera me preguntaba lo que iba a comer porque no le hacía falta. Ya no está Manolo, ese cajero del supermercado flaco, nervudo y servicial. Pero sobre todo y por encima de todo ya no está mi amigo Tomás Consentino, que cruzó el umbral en el triste verano de 2022. Y sobre todo y por encima de todo ya no está Alfonso, aquel camarada de los tiempos antiguos con el que tuve la alegría de reencontrarme para pocos meses después sentir el pesar de su muerte repentina.

“¿Cómo se puede vivir sin esto?”, me pregunté en voz alta en la Regordeta, en presencia de mi amiga C.P.S. y de un calamar a la plancha (por ese orden). El comentario me lo había sugerido la insolente belleza del sol arrancando fuego y luz en las aguas de la bahía.

Hoy he vuelto a experimentar esa misma sensación y me he hecho la misma pregunta, aunque sólo en mi mente. A las diez de la mañana café y tostada en la terraza Delicias. He bajado las escaleras del cabezo como en un ritual porque sabía que abajo me esperaba la fuerza irresistible de aquel paseo de Parra donde tan intensos años viví cuando era estudiante universitario. Aquel lugar al que quería y necesitaba volver.

Ni una raya en el cielo limpio. Sólo gaviotas y nubes pequeñas de algodón. El frío nada tenía de áspero. Al contrario, era agradable y vitalizante. La mesita bajo el sol y frente a ese mar dorado, o plateado más bien. Y al llegar abajo he vuelto a vivir esa sensación de estar caminando por el borde que separa la civilización de la naturaleza, porque a la vista de la bahía tenemos un pie en el orden de la ciudad y otro en la insuperable pujanza del mundo salvaje. Ese territorio incierto y poderoso que los sumerios llamaban el Kur.

Todo, todo continuará cambiando. Los bares cerrarán y abrirán otros. Los camareros y vendedores con los que e estábamos compenetrados se perderán de vista. Los queridos amigos irán uno por uno cruzando el umbral. Y nosotros también dejaremos el envoltorio de carne y huesos para volar a donde sea. Pero el invencible esplendor de esta ciudad, de estos peñones y de este mar vivirá para siempre porque es inmutable.

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