EL VIAJE DEL HÉROE

@abogadodelmar

Hice esta conferencia hace años y en un entorno hostil, casi de acoso, que no debo explicar aquí (ni allí). En el inicio de mi intervención lancé al público una pregunta trampa porque todos están convencidos de que la fruta que Eva ofreció a Adán fue una manzana, pero la Biblia no dice qué fruta era. Lo que sucede es que en el inconsciente colectivo la manzana es un símbolo universalmente vinculado a la inmortalidad, y hoy la manzana de Eva se ha transformado en un símbolo tan extendido como erróneo.

Recuerdo que en el Edén había no uno sino dos árboles prohibidos. La fruta de uno de ellos (el árbol de la ciencia del bien y del mal) confería el conocimiento pero la del otro otorgaba la inmortalidad. Aquel Dios celoso, como cuento en mi novela El árbol de la vida, no quería que el hombre fuese inmortal y por eso prohibió que tomase la fruta del conocimiento “no sea que coma del árbol de la vida y viva para siempre”.

Alguien entre el público contestó que aquella fruta era la manzana.

—Ni era una manzana ni es probable que fuera una manzana —respondí, me parece.

Pero lo que realmente quise decir es “ni era una manzana ni el Génesis dice que fuera una manzana”.

Bueno, da igual. Lo importante de esta conferencia no es la manzana sino Bruno Bettelheim, a quien todos los psicólogos deberían estudiar. No se disipa de mi memoria la fortísima impresión que me causó, cuando aún estaba en la Universidad, la lectura de su libro The uses of enchantment. Lo había comprado en la librería Antaño, en la calle Puerta Nueva (Murcia, por supuesto). Solía leerlo mientras tomaba en las mañanas soleadas de aquel otoño un vaso pequeño de vino blanco y una tapita de ese ese placer desconocido para la mayoría que es el pulpo puesto a secar y después asado en la plancha. Los hacían en un bar muy de pueblo que entonces había en La Colonia, en Águilas. Se llamaba El andaluz y tenía una terraza con cinco medas, modesta pero ideal para personas poco amantes de los lujos como yo. Aquel viejo entrañable de la boina y las gafas de vidrios gruesos y montura de pasta tenía siempre cuatro o cinco pulpos colgando de la cubierta y secándose.

Todos los laceres imaginables se concentraban en mí durante aquellas lecturas: El placer del conocimiento, el placer del pulpo, el placer del sol y el placer de estar en una tierra sagrada y mágica es Águilas.

Para ese momento yo ya había hecho una recopilación de cuentos populares que poco después presentaría como ponencia en el primer congreso de Antropología Cultural del Sureste, y algo más tarde publicó la Universidad de Murcia. Quiere esto decir que tenía roce con la materia, pero eso no hizo más que multiplicar por diez mil la profunda admiración que llegué a sentir por este autor al comprender su enfoque científico. Un enfoque en el que el viaje del héroe del cuento no es un trayecto en el espacio desde A hasta B, sino un viaje en el tiempo desde la adolescencia hasta la madurez. Creo que todos los psicólogos clínicos deberían conocer su obra porque no sólo es un caso único de genialidad científica sino también una herramienta que considero útil para sus tratamientos.

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