HACIA EL REINO DE LOS MUERTOS

Introducción del libro Una topografía del más allá, próximamente disponible

INTRODUCCIÓN 2024

Este trabajo estaba destinado a ser mi tesis doctoral en Historia Antigua – Arqueología, pero nunca llegué a cerrarlo y mucho menos a exponerlo ante un tribunal. Llevaba desde los dieciocho años tomando notas sobre las ideas de ultratumba del hombre prehistórico y consignándolas en fichas de cartulina, que es lo que había entonces. En 1990 decidí utilizar esos materiales para redactar un trabajo que describiera el camino que debe seguir el alma del difunto para alcanzar el paraíso. No en un área cultural determinada, sino en un sustrato común y anterior, algo en cuya existencia no creen los académicos.

Mircea Eliade

Durante mis años de Universidad había tenido la dicha de descubrir a Mircea Eliade, el indiscutible padre de la Historia de las Religiones. Recuerdo el momento en el que vi en un escaparate y compré los dos volúmenes de su Tratado de Historia de las Religiones, editado por Cristiandad. Fue una tarde de sol en la librería diocesana, situada junto al rectorado de la Universidad de Murcia y supe que lo que acababa de hacer mío era un tesoro. Del espíritu, sí, pero un tesoro.

M. Eliade investigaba y divulgaba desde la atalaya de su vasta erudición y por lo tanto en su obra el desarrollo de cada concepto encuentra apoyo en diversas culturas, no sólo en una. Él no estudia ni los mitos griegos ni los mesopotamicos, sino símbolos universales incorporados a todas las mitologías, o a muchas.

Extasiado como estaba por esas lecturas, me dejé llevar por una especie de inercia intelectual y procuré aplicar el mismo método en mi tesis de licenciatura bajo el título ¿Quién es tu nombre? Aproximación a la magia de los nombres personales. Yo entonces tenía ya 32 años y había pasado muchos lejos de la Universidad, pero echaba de menos el estudio, así que me matriculé en cursos de doctorado diez años después de obtener la licenciatura.

El tribunal estaba formado por dos asiriólogos y un catedrático de Historia Antigua, que era a la vez el director de la tesis (tesina, se solía llamar a eso). Uno de los los primeros se me lanzó pronto a la yugular, aunque afortunadamente de manera figurada. Mi trabajo se refería al concepto del nombre-alma y fui atacado en parte por exponer mis ideas como lo habría hecho mi ídolo rumano, M. Eliade. Teniendo en cuenta que no era aconsejable entablar con una discusión con aquel señor, mientras escuchaba sus diatribas me dediqué a limpiarme las gafas con un pañuelo, mirando repetidamente a través de las lentes para verificar los avances de la empresa. Era mi forma de darle a entender que sus mordiscos no me amedrentaban, si bien recuerdo que en algún momento le pregunté por qué Mircea Eliade podía hacerlo y yo no. Literalmente y con ese descaro. No recuerdo que me contestara, quizá porque aquello le pareció la respuesta de un alumno insensato que en el colmo de la arrogancia osaba compararse con el gran maestro.

Aunque las discrepancia se resolvió pacíficamente y el trabajo obtuvo la máxima calificación, el episodio me hizo entender las reglas del mundo académico. En la teoría una tesis de licenciatura o de doctorado son o deben ser trabajos de investigación, pero en la práctica universitaria que conozco son todo lo contrario. Por lo que he visto, ese tipo de trabajos debe cumplir principalmente el requisito de aburrir a las moscas. Sé, por ejemplo, de alguna tesis cuyo contenido se limitaba a un compendio de bibliografía. Por lo que he entendido puedes investigar, sí, pero poco, dentro de unos límites reducidos y sólo para fabricar los ladrillos de un edificio que será construido por las autoridades.

Mi profesor y amigo, desgraciadamente desaparecido Javier García del Toro dedicó su tesis de licenciatura a un catálogo de los materiales líticos de superficie del yacimiento eneolitico de las Amoladeras, en cabo Palos. Me contaba su frustración cuando el director del trabajo, el famoso Gratiniano Nieto, le prohibió añadir un capítulo final sobre conclusiones relativas a los hábitos de vida del poblado. Al parecer le dijo que eso no era científico y que la arqueología debía limitarse a registrar los restos materiales. Es decir, que la constatación de que una lasca de silex es de color caramelo es perfectamente científica porque la lasca de sílex es efectivamente de olor caramelo, aunque eso no nos ayude a saber más de la vida del hombre que hizo aquella lasca de sílex de color caramelo al entrechocar dos piezas del ismo material y color Quienes tienen autoridad para recopilar esos ladrillos y elaborar con ellos la catedral de la ciencia son los catedráticos y los autores reconocidos, lo que no significa que los resultados sean satisfactorios, como veremos.

Lo que hace todo alumno decente de doctorado es proponer con la debida humildad a su futuro director de tesis uno o dos temas y seguidamente someterse a sus directrices. Yo, cuando resolví escribir mi tesis doctoral, no hice nada de eso. Desde el principio titulé mi futuro trabajo Una topografía del más allá y me puse a redactarlo. Debo decir que aquellos años fueron para mi de una delicia tan extraordinaria que explicarla con palabras resulta un desafío imposible. Me sentía como el explorador que pisa por vez primera un territorio conocido. Y lo mismo que un explorador, en esos años descubrí lo que nadie había descubierto y comprendí lo nadie había sido capaz de comprender, ni siquiera los grandes maestros y las autoridades indiscutibles. O más bien debería decir que comencé a sumergirme en el delicioso e impagable mundo del conocimiento y el descubrimiento. Cada tecla que oprimía en el teclado de aquel viejo ordenador XT con armadura de hierro que pesaba como una vaca, cada línea que completaba en aquel monitor primitivo de fósforo verde, me impulsaba más y más a lo alto, como si iniciara un silencioso vuelo sin motor. Aquellos meses los viví tan extasiado que creía no tocar el suelo al caminar. Era como si levitara.

Soy consciente de que esto suena pretencioso hasta el extremo de causar rechazo llegado el caso. Pero es que yo tengo un secreto y ese secreto es mi método. Ya tuve ocasión de exponerlo en la ponencia que presenté en el I congreso de etnología del campo de Cartagena, celebrado en la primavera de 2003, me parece.

El problema de la ciencia académica es lo que Ortega denominaba la barbarie del especialísimo, es decir que la ultraespecialización puede llegar a convertirse en la negación misma del conocimiento. En aquella ponencia, si no recuerdo mal, puse como ejemplo la incomprensible miopía de los antropólogos relativa al cuento popular. En mi Universidad de Murcia, y supongo que en todas, dentro del desastroso esquema de la compartimentación de las ciencias, el cuento popular ha sido adjudicado al departamento de filología hispánica porque en los cuentos, quienes deciden sobre esto no son capaces de ver más que un género literario, por lo demás un género literario menor. Su contenido no parece importarle a nadie. Pero el cuento popular, especialmente el llamado cuento maravilloso (es decir, el que describe el viaje del héroe hacia el reino encantado) es un río de información antropológica que sólo puedo calificar de milagro, porque el éstos relatos de se originaron en la prehistoria y nos informan de la concepción del mundo de sus autores. Es decir, que nos describen lo que Lucien Levy Brhul llamó el alma primitiva y nos explican todo aquello que Gratiniano Nieto prohibió explicar a mi profesor, maestro y amigo Javier García del Toro.

El cuento maravilloso conforma entonces todo ese contenido espiritual que personalmente tanto había echado de menos cuando participaba en las campañas de excavaciones. “No tienes madera de arqueólogo”, me había reprochado la gran catedrática de prehistoria Ana María Muñoz mientras picábamos de lo lindo aquel verano, abrasados por el sol, en una cuadrícula de 14 x 6 metros en Baena. Yo acababa de terminar primero de Historia y efectivamente la doctora tenía razón porque como en otras excavaciones allí, en el poblado iberorromano de Hiponuba, faltaba el alma. Cuentas de collar, cerámica de cocina y alguna moneda de bronce despistada era todo lo que daba aquel huerto. No recuerdo nada de terrasigilata o de campaniense, aunque puede fallarme la memoria.

Sí, el cuento popular se originó en la remota prehistoria, efectivamente. Pero no en el neolítico, como afirma Vladimir Propp, sino en las lejanas nieblas del paleolítico. Así lo demuestra un cuento muy revelador de los recogidos por Afanasiev en Siberia. Una muchacha llamada Basilisa acude a la bruja Yagá para pedirle una brasa porque en su casa el fuego se ha apagado. La aparente trivialidad del motivo no debe impedirnos captar lo que se nos está diciendo: Que en la época en la que nació el cuento, sólo los brujos conocían el secreto de cómo hacer fuego. Y esto nos remonta a una fase realmente temprana de nuestra historia. Es para mí realmente incomprensible por qué razón el gran Vladimir Propp, cuya autoridad en el cuento popular es tan indiscutible como la de Mircea Eliade en Historia de las Religiones, se empeña en situar en el neolítico el origen de los cuentos, cuando él trabajó principalmente con la colección de Afanasiev.

Para que os hagáis una idea de la cronología implicada, el neolítico más antiguo es el documentado en el nivel natufiense del tell de Jericó (circa 8.000 a JC), mientras que el primer fuego que conocemos lo manejó el Sinanthropus pekinensis, que era un pitecantrópido. Es decir, que vivió incluso antes de la aparición del hombre de Cromagnon. Aunque admitamos que su fuego pudo proceder de un rayo, los iniciados aprendieron a controlarlo en momentos desconocidos pero remotos. Y aquí ya tenéis una primicia de lo que promete ser este trabajo: Un aficionado llevando la contraria a los maestros y las autoridades.

Creo, en fin, que ese intento frustrado de tesis doctoral fue mi venganza contra la aridez de la Arqueología, o si se quiere constituyó mi camino al espíritu y al pensamiento del hombre prehistórico.

En 1993 remití un primer borrador de 500 folios repartidos en tres volúmenes a aquel catedrático tan recto, tan estricto, tan riguroso y que tanta fe tenía en mí. Recuerdo mi decepción al abrir el sobre de vuelta y comprobar su rechazo. Estaba sentado a mi mesa, en el bufete que acababa de abrir en la calle Garrigues de Valencia, y siquiera le presté la atención debida a sus numerosos tachones, subrayados y notas de reprobación. Y fue el fin. En esa época estaba empezando a meterme en el cine y pese a mi juventud, no podía gestionar al mismo tiempo tantas cosas y tan desiguales como eran el despacho, las películas y la tesis.

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Los dos volúmenes rescatados

Pasó toda una vida hasta que creí llegado el momento de retomar el trabajo y sacarlo como libro al margen de la Universidad. La revision del viejo manuscrito se volvió tediosa porque el rigor científico de lo que iba a ser un trabajo universitario exigía justificar cada dato, y el texto tiene bastante más de mil notas a pie de pagina. El borrador no estaba tan acabado como creía, porque, para mi desesperación, en muchos casos los textos procedentes de tablillas cuneiformes, cuentos populares o recopilaciones de antropología de campo aparecían sin cita. De los tres volúmenes de aquel borrador sólo pude encontrar dos. Nunca di con el último y más importante, porque contenía las conclusiones finales, además del vínculo de la extensa exposición con la cultura megalítica, que estimo uno de los aportes más importantes de lo que ya he empezado a llamar mi ex-tesis doctoral.

Parte de mi material de trabajo

Algo parecido me sucedió con el CD donde guardaba los archivos de procesamiento de texto en anticuado formato Word Perfect. Encontrarlo después de tantos años fue un milagro, pero de forma incomprensible también faltaban los capítulos finales, así que me vi forzado a escribirlos de nuevo.

Sólo en los últimos compases de la reescritura llegué a hacer un descubrimiento final que creo que convierte el trabajo en una obra redonda. La lectura del Folklore en el antiguo testamento, de Frazer, se convirtió para mí en una nueva puerta de entrada al mundo de los milagros y creo que me condujo a esa extraña soledad que se siente cuando eres el único que lo has comprendido todo, o casi todo. Sí… ser el único desde luego halaga la vanidad, pero también significa que estás solo.

Me encontraba muy motivado cuando este trabajo era o quería ser una tesis doctoral, pero ahora que he decidido publicarlo en forma de libro y por lo tanto sin la la estrechez de miras y los cercos académicos, confieso que me siento liberado. No obstante, desde que comencé con tanta ilusión a estudiar y a redactar, el mundo ha cambiado, o mejor, . se ha banalizado. Hoy leer más de dos párrafos seguidos ya causa una fatiga inasumible al nuevo ciudadano empujado por el afán de lo inmediato, zarandeado por la prisa y más acostumbrado a recibir ideas mediante la imagen másque a a través de la letra, porque es más rápido.

Como abogado he recibido repetidas y muy dolorosas traiciones que sin embargo nunca me impidieron seguir adelante en la defensa de los débiles. Al detenerme a pensar por qué hacía eso, llegué a la conclusión de que no luchaba ni por el dinero, ni por el reconocimiento, ni por esas personas desamparadas que sabía que antes o después de iban a volver contra mí, sino por la idea de la justicia. Lo que hacía no era algo entre yo y mis protegidos, sino entre yo y la idea de justicia, supongo que más o menos en el sentido del imperativo categórico de Kant.

De la misma manera, sé que casi nadie leerá este libro. Y de la misma manera, esto es algo que me importa muy poco. Una vez más, no es se trata de un asunto entre los lectores y yo, sino entre yo y el conocimiento. Nada, absolutamente nada, puede superar el éxtasis que he experimentado con este trabajo, con cada hallazgo, con cada conclusión, y con ello me siento suficientemente pagado.

Dolmen de Soto

Pero si vas a leerlo, te advierto que tus ojos se abrirán y tu consciencia se expandirá. Si vas a leerlo y alguna vez te encuentras delante del dolmen de Soto, en Trigueros (Huelva), lo que verás será mucho más que un túmulo funerario. Verás la concepción del mundo que tenían sus constructores. Si vas a leerlo y visitas la gran necrópolis eneolitica de Los Millares, en Santa Fe de Mondújar (Almeria), comprenderás por qué en esos otros túmulos el pasillo está dividido en tres sectores mediante lajas de pizarra perforadas. Los arqueólogos no lo saben. Los catedráticos no lo saben. Las autoridades no lo saben. Pero tú lo sabrás.

Si has oído hablar de lo que sucedió en el jardín del Edén y estás al tanto de que Dios creó al hombre, al leer este libro entenderás por qué para ello utilizó como materia prima el barro y no otra de las que tenía a mano, como las rocas o la madera. Te garantizo que no hay profesor, catedrático o erudito que conozca la respuesta. Pero tú la conocerás.

José Ortega

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