REFLEXIONES SOBRE EL ÁUREO TIEMPO (A PROPÓSITO DEL PROFESOR GARCÍA DEL TORO)

Javier García del Toro comiendo en acabo Palos durante campaña arqueológica de las Amoladeras. Septiembre de 1976

La última vez que hablé con Javier García del Toro nos cruzamos en la calle Puerta Nueva. Él venía de la Universidad. Yo iba a ella, pero no recuerdo a qué, ni tampoco importa. Llevábamos largos años sin vernos y elogié su buen aspecto.

—Los profesores tenemos la edad que tienen los alumnos —me respondió.

Caricatura del doctor García del Toro. Obsérvese el faro de cabo Palos en la diapositiva

Cuando lo conocí él tenía 28 años y yo 17. Había cogida con celo al brazo del flexo de su mesa, allá en aquel departamento de arqueología que me era tan familiar y amigable, una nota que decía algo así como “Zeus tonante colme de bendiciones a aquel no me haga perder el áureo tiempo”. En aquellos meses le pedí prestado un libro de E. O. James que vi por encima de esa misma mesa y cuyo título,La religión del hombre prehistórico, me había parecido seductor.

-¡Coño! ¡güitres! —chilló un día de pronto.

En el centro del departamento había una gran mesa de una madera pesada donde los más adictos nos sentábamos a leer monografías y artículos. Todo en respetuoso silencio, por supuesto. Aquel día Javier (el toro, como lo llamábamos) estaba corrigiendo exámenes y puso en lo alto del cielo aquel grito porque un alumno había escrito güitres por buitres. Y no fue el único caso. En otra ocasión volvió a pillarnos desprevenidos gritando “¡Industrias lícitas!” mientras corregía el examen de un alumno que quería referirse a las industrias líticas, es decir al utillaje de piedra.

EXCAVACIÓN POR CUADRANTES DE UNA PAELLA

El periodista no sabía distinguir el neolítico del eneolítico

Mi historia personal con Javier está repleta de anécdotas. Empecé a excavar bajo su dirección en un yacimiento eneolítico o bronce I hispánico datado en la mitad del tercer milenio a JC. A eso ahora, siguiendo la moda francesa, lo llaman calcolítico (alusivo al cobre), pero conmigo que no cuenten. Para mí es y seguirá siendo siempre eneolitico, mi fase preferida de la prehistoria.

Equipo de trabajo de las excavaciones de las Amoladeras. Campaña de Semana Santa de 1976. En el centro, el autor de este artículo. Detrás Luis Miguel Moreno.

Era la semana santa de aquel mismo curso escolar en el que yo hacía primero, y el yacimiento era las Amoladeras, a la entrada de la Manga y muy cerca del chalet de su familia en Cabo Palos. En septiembre hicimos otra campaña

Luis Miguel en las Amoladeras. Campaña de septiembre de 1976

Allí mismo el Toro nos llevó a mi compañero Luis Miguel y a mí a participar en un gran experimento científico. Había descubierto en la tierra una mancha circular de color oscuro y sospechaba que podría tratarse el resto de un fuego de cabaña, un descubrimiento sin duda interesante.

El autor en las Amoladeras. Campaña de septiembre de 1976

Javier preparó la pequeña cuadrícula con primoroso cuidado y anunció que se disponía a hacer lo que llamó una excavación por cuadrantes. Después de marcar con piquetas y cordeles un cuarto de aquel círculo, como si cortáramos una porción de tarta o una ración de pizza, comenzamos con extraordinario respeto y absoluta disciplina científica, a rebajar el cuadrante, y creo recordar que hicimos algo parecido con los otros hasta completar el misterioso circulo oscuro. . El entusiasmado Javier hacia una diapositiva de cada nueva fase del trabajo con el inmejorable propósito de proporcionar al mundo un ejemplo de trabajo arqueológico realmente fino. Debo advertir en su descargo que desde el primer momento expresó su sospecha de que la enigmática mancha negra pudiera ser no el testimonio de un fuego de cabaña prehistórica, sino el de una paella cocinada en los últimos días. Los tres resolvimos la duda nada más aparecer en la tierra la primera peladura de gamba, lo que nos permitió confirmar, con toda la certeza de que es capaz la ciencia, que el hallazgo era efectivamente la prueba de una reciente paella de marisco.

Las Amoladeras. Campaña de septiembre de 1976. A la izquierda, javier García del Toro. A la derecha Luis Niguel Moreno. De espaldas y en el centro, un estudiante de quinto curso

Esta cruel realidad no desalentó a Javier, que aún así utilizó las diapositivas, creo que de forma reiterada, para exponer a sus alumnos cómo se hace una excavación por cuadrantes. Esto debió proporcionar en la Facultad una merecida fama a la paella en cuestión.

El autor en las Amoladeras. Campaña de septiembre de 1976

LA PESETA DE HIPONUBA

El autor junto a su amigo Pascual, a punto de iniciar viaje a Baena. 1 de julio de 1976
Caricatura de la doctora Muñoz

Al terminar el curso, en julio, mi compañero Luis Miguel y yo nos subimos al Renault 8 de Javier y nos dejamos transportar a Baena, en Cordoba. Allí nos esperaba una cuadrícula grande, de 14×5 me parece. Se trataba de un poblado iberorromano sobre una loma pelada y calcinada por el sol. En el evento participaban no sólo alumnos, sino también cinco arqueólogos titulados, incluyendo a la directora, la doctoraMuñoz, y continuando con Javier, Pedro Lillo, creo que también su mujer, Amparo, y un antiguo estudiante catalán de la doctora. Nos poníamos en pie a las seis para estar en el corte (así le llaman. No confundir con un corte de helado) sobre las ocho, después de cubrir algunos km en una pareja de Land rover. Esta vez nada de arenas de la Manga blanditas como el merengue: Aquello era auténtico trabajo de pico, pala y capazo.

Trabajos de excavación en Hiponuba

El yacimiento era pobre. Sólo encontrábamos cerámica basta de cocina, algo de campaniense y casi nada de terrasigilata (los iniciados sabrán a qué me refiero). A veces aparecía alguna cuenta de collar de ambar y sólo excepcionalmente una o dos monedas de bronce o cobre.

Trabajos de excavación en Hiponuba. A la izquierda, sobre el montículo, el doctor Garcia del Toro

Yo no me sentía cómodo con aquella rutina tan dura. Tras pasar hasta las tres de la tarde picando bajo el sol, volvíamos al hotel para comer y echar una siesta moderada. En seguida, sobre las cinco, nos citábamos en lo que parecía el patio abandonado de algún colegio en desuso. Allí lavábamos la cerámica encontrada por la mañana y clasificábamos los materiales. Recuerdo cómo el sol me hacía arder los gemelos cuando salía de la sombra para cruzar la calle.

Paseando por un parque en Baena. A la izquierda Pedro Lillo. En el lado opuesto, el estudiante J. Vuelve la cabeza

La directora de los trabajos era, como he dicho, la grandemente respetada doctora Ana María Muñoz Amilibia, una autoridad europea en neolítico nacida en San Sebastián y que por muchos años había sido catedrática de Arqueología en Barcelona, hasta que tuvimos el privilegio de acogerla en Murcia y de que formara aquí lo que fue una auténtica escuela.

—No tienes madera de arqueólogo —me dijo un día sin ton ni son.

Se había fijado en que a mí aquello no me divertía. Yo no sabía fingir con la habilidad de Javier, que (confesado por él) salía del paso yendo de aquí para allá con una escoba en la mano por la cuadrícula mientras fingía hacer algo.

Sí, cierto. Me aburría a morir. Y una tarde, en el patio de lavar cerámica, se me ocurrió una diablura, Saqué una peseta y le propiné unos buenos martillazos. Después arranqué algo de óxido verde de una tubería que había por allí tirada y se lo adherí con pegamento.

Teníamos un compañero, al que llamaré el estudiante J., que se ponía muy escandaloso cada vez que encontraba algo.

—Mire, Doña Ana María —decía en voz muy alta mientras se dirigía con una cuenta de collar en la mano hacia donde se encontraba la doctora—, mire lo que he encontrado.

Su actitud era muy ostensible y ligeramente cansina para todos. Tanto que había despertado en mí la intención de hacer algo al respecto. Cuando estábamos el estudiante J. y yo revisando con un triángulo de albañil la tierra que otros compañeros habían vaciado en una carretilla, dejé caer en ella la moneda falsa. Mi perversa intención era que él la descubriera y volviera a correr hacia la doctora gritando “Mire, Doña Ana María, mire lo que he encontrado!”. Y cuando ella descubriera la falsificación, todos reiríamos y J. quedaría corrido.

El plan parecía perfecto, pero se presentó un problema inesperado: El ojo certero del estudiante J. no veía la moneda incluso a pesar de que yo no hacía más que empujarla y moverla con mi triángulo delante de sus narices. Todo parecía perdido. Entonces, a la desesperada, le dije:

—¿Eso no parece una moneda?

J. Por fin la vio. Entonces fui yo quien, para salvar la situación, grité:

—¡J. Ha encontrado una moneda!

¿Qué creéis que pasó? De forma muy honesta, el estudiante J. me corrigió.

—No… Ha sido Ortega el que la ha encontrado.

Ahora sí que me había caído con todo el equipo. En cuanto la doctora comprobara el engaño sería yo, y no el estudiante J., el que quedara como un imbécil. Eso o confesar que se trataba de una moneda de curso legal debidamente tuneada por mí, lo que era aún peor.

Dejé que L., de todos modos, avanzara hacia la doctora portando la moneda. En el centro de la cuadrícula se formó un corrillo expectante. Apareció Javier y tomó en sus manos el pequeño objeto.

—¿Pues sabes qué te digo? —exclamó, con suficiencia— ¡Que es de oro!

El clamor de admiración que siguió fue para recordar.

La doctora Muñoz se abrió paso y examinó el hallazgo.

—Javier, esto es una peseta —dijo.

Esta historia fue muy recordada en los años siguientes y se convirtió en un clásico hasta el punto de que llegué a dibujar un cómic alusivo. Y aunque debería conservarlo al menos en fotocopia porque el original se lo di al protagonista, no lo he vuelto a ver y por lo tanto no lo puedo poner aquí, como me habría gustado.

EN LA CUEVA DE LOS MEJILLONES

Javier con Luis Miguel en la cueva de los mejillones

El equipo arqueológico habitual (Javier, Luis Miguel y yo mismo) se subió un día a un monte en la sierra de Cartagena para introducirse en una cueva paleolítica llamada no sé por qué la cueva de los mejillones. Por aquellos días yo había leído aquel libro de Benitez sobre la gliptoteca de Perú. Se trataba de un conjunto de miles de piedras grabadas a las que había tenido acceso un facultativo local llamado el doctor Cabrera. Las piedras mostraban insólitas imágenes de hombres conviviendo con dinosaurios y manipulando lo que parecían cacharros de alta tecnología, aunque eso era imposible puesto que humanos y dinosaurios vivieron en momentos muy alejados de la historia, pero Benítez aseguraba que la falsificación quedaba excluida por la simple razón de que eran miles las piezas aparecidas.

El autor en la cueva de los mejillones

Cogí un canto rodado pequeño de color claro. Lo pinté de negro. Después empuñé un compás y con la aguja comencé a arañar la pintura dibujando dinosaurios y humanos en la misma escena. Llevaba la nueva falsificación en un bolsillo del mono gris que vestía ese día. Era, dicho sea de paso, de mi padre. El que usaba en la ENM para la instrucción militar.

El autor en la cueva de los mejillones

Dejé caer la piedra por allí y me las arreglé para que Javier la encontrara. Naturalmente no le gustó. Ya estaba empezando a cansarse de mis bromas. Al contrario que yo, que cada día me divertía más.

SORPRESA EN ALMENDRICOS

Cista de la necrópolis del Rincón. Almendricos

La necrópolis del Rincón es un yacimiento argárico (bronce II hispánico, mitad del segundo milenio a JC) con enterramientos en cista ( cajas rectangulares de lajas de pizarra) en cuyo interior los cuerpos se encontraban en posición fetal y acompañados de ajuar funerario.

El equipo de excavadores de Almendricos. Sobre el vehículo José Felix y Julio. Tras él, José Miguel. . Abajo, de izquierda a derecha, el autor, otro Julio, Sacramento, Ángel, Miguel Ángel y Javier García del Toro

La excavación la dirigía Javier y estaba también presente Manuela Ayala, arqueóloga experta en argarico. Estábamos alojados en un hotel de Puerto Lumbreras donde compartía habitación con mi buen amigo José Miguel, que andando el tiempo se convertiría en director del museo arqueológico de Murcia. Las comidas las hacíamos en una fonda de la cercana aldea de Almendricos y al salir de una de estas comidas pasé junto a los muros ruinosos de una antigua vivienda. En su interior, abandonado en el suelo, distinguí un objeto que llamó mi atención. Era una sección de estalactita (o estalagmita, vete a saber). Lo recogí sin saber por qué y lo llevé conmigo.

El autor picando en Almendricos

Para garantizar la seguridad del yacimiento, cada noche montábamos guardia por parejas y en vez de ir al hotel la pareja a cargo se quedaba a dormir en una tienda de campaña. Para esas fechas confieso que me había convertido en un adicto peligroso a las falsificaciones y no desaproveché la ocasión. Me había tocado a guardia con José Miguel y ya no recuerdo cómo conseguí convencer a un hombre tan recto de que lo que me proponía hacer aquella noche tenía sentido o era disculpable. El caso es que piqué un poco en la tierra y metí la sección de estalagmita en el agujero. Después lo cubrí y sin ningún escrúpulo ni remordimiento me fui a dormir preparándome para el teatro del día siguiente.

El autor

Por la mañana fingí que estaba cavando en ese mismo sitio y cuando ya se entreveía la estalagmita llamé la atención de los demás. Al instante apareció mi buena Manuela para desenterrar el objeto en cuestión. Como parecía muy interesada en él, aproveché para tirarle de la lengua.

—¿Qué nuevas teorías puede promover este hallazgo? —pregunté.

—Nuevas teorías no, pero confirma lo que ya sospechábamos —fue su respuesta.

—¿El qué?

—Que eran mineros.

Un rato más tarde, imagino que espantado ante lo lejos que había ido la trola y supongo que preocupado ante la posibilidad de que Manuela no incluyera la aquella cosa en alguna publicación científica y mí estalagmita se convirtiera en un nuevo cráneo de Piltdown, canté la gallina voluntariamente.

Una interesante publicación de Manuela que recomiendo

El cráneo de Piltdown es una de las falsificaciones más famosas de la historia de la arqueología. En plena efervescencia de la búsqueda del eslabón perdido, a algún idiota ilustrado se le ocurrió acoplar una mandíbula de chimpancé a un cráneo humano, lo que mantuvo mareados a los sabios durante un tiempo, hasta que se descubrió la gracia.

El abate Breuil, reconocido pionero de los estudios prehistóricos, dirigiéndose en sueños a Javier García del Toro

Durante la comida, y de forma juiciosa, un Javier García del Toro muy enfadado anunció que a la siguiente broma me expulsaría de la excavación. No ya porque estuviera cansado de mis salidas de tono, sino por razones puramente prácticas. En el curso de esa misma mañana había aparecido un anillo metálico en el fondo de una tumba. Como todos los de la época, no era más que un hilo de bronce arrollado, y ya no estaba seguro de si era auténtico o se trataba de una nueva falsificación mía.

LOS ÚLTIMOS AÑOS

Javier alcanzó cierta relevancia en los medios de comunicación. Participó en uno de los debates de la Clave, aquel estupendo programa informativo conducido por José Luis Balbín. Y después se convirtió en colaborador habitual del periódico. Supongo que de la Verdad de Murcia. Allí escribía artículos breves sobre temas de patrimonio artístico y como sabía de mi afición al dibujo y era consciente de que su cara me la sabía de memoria y era capaz de reproducirla en papel con cuatro trazos, cuando yo ya estaba despegado de todo esto y vivía en Valencia me propuso y acepté, hacer una caricatura suya caracterizado con un atavío de la edad antigua relacionado con el contenido de su artículo. Si hablaba sobre Roma, lo dibujaría como centurión. Si de Grecia, como griego coronado de laurel, y así sucesivamente. Pero una vez más no conservo copia de esos trabajos. Sí de otros que hice por simple diversión.

Los doctores García del Toro, Conde Guerri y Muñoz Amilibia

Había dibujado también, para sus publicaciones científicas, todas y cada una de las piezas encontradas en las Amoladeras. Aún hoy, sí pasáis por el museo arqueológico de Cartagena, podréis ver en la vitrina dedicada a ese yacimiento unas cuantas puntas de flecha que no sólo dibujé, sino que también rescaté con mis manos del abismo de los milenios.

En sus últimos tiempos, mi amigo y maestro se había entregado al activismo de protección del patrimonio, y de hecho en su perfil de Facebook aparecía con un megáfono en la mano. Lo tuve agregado durante un tiempo, pero su comportamiento allí era algo errático, o así me lo parecía. Le escribía por privado sin obtener respuesta y publicaba en su muro los las fotografías que él mismo con tanto primor solía preparar de las piezas halladas en las excavaciones, pero no reaccionaba. El único comentario de su parte que llegué a leer fue su afectuoso reproche de haberme convertido en traidor al abandonar la arqueología para entregarme a la práctica del derecho.

Sí, sí… La doctora Muñoz estaba en lo cierto: Yo no tenía madera de arqueólogo. Por otro lado, también la vida se ocupó de cerrarme todos los caminos que conducían a eso, y de empujarme a una actividad muy distinta, centrada en la defensa de los débiles y desamparados, pero ésa es otra historia que ahora no viene a cuento.

El pasado mes de diciembre Luis Miguel me informó de la muerte de nuestro querido maestro, amigo y compañero de tantas aventuras. El maestro, amigo y compañero de aventuras a quien el áureo tiempo se le había acabado. Pero él no lo malgastó. Exprimió con entusiasmo cada minuto de subida para transmitirnos todos esos conocimientos que él iba a buscar a las cuevas, en el interior de las rumbas y por entre los pedruscos ardientes.

Luis Miguel y yo somos los únicos supervivientes de esta historia. Ya no están con nosotros n Javier, ni Manuela Ayala, ni la doctora Muñoz, ni Pedro Lillo.

Conservo en mi memoria la imagen de una pareja de arqueólogos que aparecían por el departamento ya entrada la tarde y casi noche, cubiertos de polvo porque venían de excavar una cueva sepulcral del eneolitico en Fortuna. Puede ser la Cueva Negra pero no estoy seguro. Yo sólo recuerdo a aquellos dos hombres entusiastas en sus mejores años, dando toda su energía a la causa de la ciencia: Xavier Rafael García del Toro y Pedro Lillo Carpio, que ya están disfrutando del Elisio junto con Manuela y la doctora Muñoz.

—La religión es un asidero —me dijo un día Javier en la barra de un bar del camino, cuando volvíamos de las Amoladeras en su R-8.

No sé si con eso me quería decir que no creía en nada, pero la realidad es independiente de nuestras opiniones o creencias. Y mi creencia es que el querido maestro, amigo y compañero de aventuras ya no necesita el megáfono, ni el Renault 8, ni el envoltorio físico, ni siquiera el áureo tiempo. Ahora puede disponer, o así lo deseo, de la áurea eternidad.

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