La virgen del aire (pasaje introductorio)

(La novela contiene notas a pie de página ausentes en esta publicación)

Cuando Lugalbanda caminaba entre los hombres, hubo en el País de Sumer una primavera llena de esplendor. Las abejas describían círculos dorados en el aire y la nieve de las Montañas de la Luna se deshacía en arroyos. Por los llanos de la tierra de Kalam las flores de mayo caían desmayadas en el polvo y entre las briznas de hierba jugaba la luz.

Aquel fue el tiempo en que el dios de los ojos brillantes vio por primera vez a Ni-Inanna, la dulce campesina de bronceada piel que olía a miel y a trigo y vivía sus días caminando con los pies desnudos bajo los cielos abiertos.

En una mañana cualquiera contempló su rostro de pálida tristeza y escuchó sus cantos cuando estaba sentada frente al ganado, como acostumbraba, en lo alto de la colina Manu. Desde allí se divisaba un dilatado panorama de pequeñas parcelas de cebada y el bullicio del pueblo ocupado se adormecía con el eco lejano de los cencerros.

Allí, en la región más transparente del aire, apareció Lugalbanda bajo la forma de un resplandeciente guerrero de miembros vigorosos y rostro noble, como esculpido en mármol del País de Ashan. Era la estampa del héroe que había caminado por los senderos de la Tierra, aquél que había escapado en un pasado insondable del pájaro Imdugud que decreta el destino; el que liberó a Uruk, la ciudad de amplios mercados, del sitio de los martu; el ser divino hermanado con los hombres cuyas aventuras eran objeto de todas las canciones del fiel pueblo de la cabeza negra.

Se acercó a la joven, y ésta volvió la cabeza y lo miró mientras su pelo negro se mecía en la brisa. Tenía unos grandes ojos oscuros y los pómulos resaltaban en su rostro de bronce. Y cuando ella fijó sus ojos en él, Lugalbanda, aunque pertenecía a la estirpe de los dingir inmortales, se enamoró con todo el sentimiento de un pastor ignorante.

—¿Quién eres? —preguntó la muchacha.

—Soy un soldado venido de muy lejos —contestó el dios con voz suave—, y he llegado hasta aquí para buscarte y llevarte a mi país.

Ni-Inanna sonrió sin acabar de comprender. Sus manos no habían acariciado a ningún varón. A sus veinte años, se había mantenido perfecta en pureza.

—No te burles de mí, muchacha —insistió Lugalbanda—. Si me acompañas a mi país vivirás igual que una princesa y haré felices tus días. En cambio, si me rechazas para unirte a un joven pastor ocupado todo el día en ordeñar cabras, tu vida será monótona, y tu horizonte oscuro.

—Pero —objetó Ni-Inanna— ¿cuál es ese reino tan rico del que hablas?

—Entonces Lugalbanda se entristeció, pues Enlil, cuya palabra nadie puede transgredir, le había prohibido revelar su naturaleza divina.

—Mi país —comenzó— es un país lejano…

—Basta —atajó la joven—, creo que no eres más que un vagabundo adornado que fantasea en exceso. Pero aunque fueras el mismo rey de Uruk no me fiaría de ti. En tus ojos hay algo diferente… distante, que no puedo identificar. Algo que me inquieta.

—¿Y si te obligara…? —añadió el dios.

La muchacha lo miró de hito en hito, sorprendiéndolo con su aplomo.

—Mira abajo… —dijo señalando a la planicie parda—. Ahora voy a llegar hasta allí con mi ganado. En el fondo, detrás de aquel recodo, está la choza donde vivo con mi familia. Vete a otra parte a inventar historias y no te acerques por allí, pues mi padre y mi hermano y yo misma, aunque seamos humildes, sabríamos defendernos bien.

La hermosa joven se incorporó y comenzó a descender la ladera cubierta de hierba. Los corderos la siguieron remolonamente, como sonámbulos en la luz del atardecer. El dios, perfecto en fuerza, completo en belleza, se quedó plantado en lo alto del alcor y dejó vagar su mirada, sin comprender.

A1 cabo de un momento, Ni-Inanna se volvió y sintió lastima al ver su rostro contrariado.

—¡Vete a tu país! —gritó—. Yo sólo soy una campesina.

Después, poco a poco desapareció en el paisaje y Lugalbanda, el dios de los ojos brillantes, se ensimismó recordando sus años construyendo epopeyas junto a los hombres y su prolongada indiferencia ante las hijas de los mortales, ninguna tan hermosa como la menos favorecida de las jóvenes que habitaban la Upshukina de los dioses. Y ahora él, uno del linaje de los dingir inmortales, era rechazado por aquella simple labriega, con ese extraño orgullo de los pobres.

Ascendió hasta el cielo de Anu y le narró lo sucedido. Anu, el señor de las inmensidades celestes, le aconsejó dejarlo todo y buscar la compañía de las diosas que frecuentaban el sagrado río Numbirdu, aquél en el que el mismo Enlil, el padre de los inmortales, se había unido a Ninlil en el principio de los tiempos. Pero Lugalbanda, como uno más de los hombres que vagan por la Tierra, tenía cerrados sus oídos a los consejos prudentes, y al día siguiente, en la misma hora de la tarde, tornó los ojos a la colina Manu, donde la virgen del manto gris cantaba otra vez.

Se transformó en un sencillo pastor de piel tostada y desordenados cabellos y, vistiendo el kaunakes de lana, ascendió nuevamente hasta donde ella estaba.

Pero Ni-Inanna, la dulce campesina, lo volvió a rechazar.

—Si eres en verdad un pastor —dijo—, debes apacentar un ganado muy extraño en un reino lejos del país de Sumer, porque en tus ojos hay algo diferente, y no eres como la gente sencilla de Uruk.

El dios contempló con desolación cómo la joven volvía a marcharse y lo dejaba una vez más en la cima, desolado e inmóvil como un árbol reseco. Pero un sentimiento de rabia se apoderó de su corazón y, como un trueno de plata, recorrió los ámbitos del aire en busca de la Gran Montaña, donde moraba Enlil. Y he aquí que cuando Enlil, el dios amontonador de nubes, supo cuanto ocurría, su ira fue incontenible.

—No reparas en la humillación a que te sometes —tronó su voz como la tormenta—, y contigo a todos los de nuestra estirpe. Siempre mostraste una extraña debilidad por esa raza de criaturas que creamos para que nos alimentaran, pero lo que haces ahora es mucho peor. Desde este instante te prohíbo que te acerques a esa mujer.

Enlil había pronunciado la palabra que nadie puede transgredir, pues su palabra era el destino mismo de los hombres y los dioses. Pero un destello de rebeldía alumbró en el corazón de Lugalbanda y, haciendo lo que ningún dios había hecho, se rebeló contra las órdenes inmutables.

Sin embargo, los ojos de Enlil escrutaban el corazón de los dioses como el halcón vigila desde el aire a la paloma posada en un árbol.

—Lugalbanda —clamó su voz tonante—, tus pensamientos son claros para mí. Si contravienes mi palabra y te mezclas con los mortales, habrás de sufrir también su destino.

El dios de los ojos brillantes se alejó entristecido, pues no quería morir y ése era el destino de que hablaba Enlil. Pero aún suspiraba por aquella piel dorada nacida en un establo de la región más miserable de la Tierra y se prometió que, aunque mediara el castigo de todos los Cincuenta, ya no volvería a ser rechazado.

Fue en una tarde cualquiera de una primavera resplandeciente. Las abejas describían círculos en el aire adormecido y el agua recién nacida de los hielos del invierno aún brotaba de las Montañas de la Luna. Ni-Inanna, como atravesada por un rayo de belleza sobrenatural, pisó sus propias huellas de tantos otros días y ascendió a la colina. A su alrededor danzaban las golondrinas mensajeras del verano. En el cielo se demoraban nubes panzudas y el aire estaba en calma.

No se sentó. Permaneció erguida en la cumbre, atisbando los detalles de un paisaje que se deshacía en brumas azules y meditando sobre los extraños encuentros que había estado teniendo allí.

Súbitamente comenzó a soplar una suave brisa que se mezcló con su manto gris y con las hebras de sus cabellos, meciéndolos en el aire. La brisa se transformó en un viento de atemperada potencia y el viento la envolvió y pareció enredarse por todo su cuerpo, buscando su cuello, resbalando por sus brazos. Nunca antes aquel viento que ocasionalmente soplaba del sur le había proporcionado, como ahora, la dulce sensación de un beso.

Ni-Inanna nunca supo por qué permaneció todo aquel tiempo plantada en lo alto de la colina Manu, como si en una contemplación extática estuviera recibiendo en aquel aire toda la esencia de la tierra de Kalam, del país de Sumer de gente bulliciosa y amplios trigales.

Después, el viento cesó y se calló su ulular sobre los árboles dispersos. En el atardecer, la luz enrojecida prestaba una apariencia sanguinolenta a los arbustos. Todo se convirtió en silencio al mismo tiempo que el sol se hundía detrás de las montañas y a la joven le pareció un silencio sagrado y solemne y tampoco supo por qué.

Descendió con el paso leve de sus pies desnudos y cuando al llegar a la majada las estrellas ya dibujaban sus constelaciones en los campos del cielo, aún conservaba en su imaginación la idea del beso del viento.

Y cuando habló con sus padres y su hermano, ninguno había notado aquella tarde el más mínimo movimiento de aire, aunque habían subido a las colinas cercanas en busca de leña.

Porque en aquel vendaval de primavera saltaba la sangre alborozada de un dios, y el viento que albergaba el espíritu de Lugalbanda había barrido solamente la cima de la colina Manu y solamente había acariciado las mejillas de la joven de arrebatadora belleza.

La palabra de Enlil había sido contrariada. Y en una choza del país de Sumer una hija de los hombres cobijaba en su vientre, sin saberlo, la semilla de uno de la estirpe de los dingir inmortales.

Cuando comprendió, huyó avergonzada a las montañas y allí se refugió hasta que los meses transcurrieron y dio a luz al hijo de Lugalbanda. Y fue el mismo miedo que la hizo escapar el que guió sus dedos cuando tomó al niño y lo depositó en una cesta sobre las aguas limosas del Éufrates, abandonándolo en manos de la fortuna.

Pero Ni-Inanna, la dulce campesina, no perdió su virginidad, y por ello, cuando los poetas del pueblo hicieron famoso cuanto ella había querido ocultar, fue llamada la Virgen del Aire y a la colina Manu la llamaron la colina de la Virgen del Aire y así figuraron y figuran hasta hoy en las canciones y las leyendas que cantan los bardos del país de Sumer.

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